La nación en su periferia étnica
La memoria de la Guerra de la Independencia en el País Vasco (1868-1898)
p. 237-263
Résumés
Los agentes sociales (intelectuales, políticos, académicos, periodistas) de la periferia étnica del Estado español decimonónico elaboraron una representación de la nación común, España, fuertemente vinculada a la propia representación de la comunidad etno-local propia. Todos ellos participaron en la construcción de un común imaginario nacional de mitos, símbolos e imágenes históricas fuertemente vinculado a la práctica política del liberalismo. En el País Vasco, el culto de la memoria local de la Guerra de la Independencia, uno de los principales mitos integradores del nacionalismo español decimonónico, fue fundamental en la socialización de la idea de nación. Ésta tuvo como espacio privilegiado la esfera pública local, en donde la prensa y la publicística representaron cotidianamente la nación recurriendo a conmemoraciones y tradiciones muy populares como fue el caso de la Guerra de la Independencia. Todo este universo conmemorativo estaba fundado en una cultura patriótica que vinculaba la identidad local con la nacional y construía una memoria pública destinada a representar la nación en la periferia étnica del Estado.
Les agents sociaux (intellectuels, politiciens, académiciens, journalistes) de la périphérie ethnique de l’État espagnol du xixe siècle élaborèrent une représentation de la nation commune, l’Espagne, étroitement liée aux représentations respectives de leur propre communauté ethno-locale. Chacun d’entre eux participa à la construction d’un imaginaire national commun de mythes, symboles et images historiques, en lien étroit avec la pratique politique du libéralisme. Au Pays Basque, le culte de la mémoire locale de la guerre d’Indépendance, l’un des principaux mythes intégrateurs du nationalisme espagnol du xixe siècle, s’avéra fondamental pour la socialisation de l’idée de nation. Celle-ci se déploya principalement dans la sphère publique locale, où la presse et les publicistes donnèrent une représentation quotidienne de la nation, par le biais de commémorations et traditions populaires, comme ce fut le cas pour la guerre d’Indépendance. Tout cet univers commémoratif se basait sur une culture patriotique qui unissait les identités locale et nationale et construisait une mémoire publique destinée à représenter la nation dans la périphérie ethnique de l’État.
Social actors (intellectuals, politicians, academics, journalists) on the ethnic periphery of the nineteenth-century Spanish State built up a notion of the common nation —Spain— that was strongly linked to the notion of their own ethnic/local community. All were parties in the construction of a common national treasury of myths, symbols and historical images closely tied to the political practice of liberalism. In the Basque Country, the cult of local memory of the War of Independence, one of the principal integrating myths of nineteenth-century Spanish nationalism, was essential to the socialisation of the idea of a nation. This occupied a prominent place in the local public sphere, where the press and publicists daily conjured up the image of the nation by means of commemorations and highly-popular traditions, such as the War of Independence. All this commemorative universe was founded upon a patriotic culture which linked local with national identity and built up a public memory that would represent the nation on the ethnic periphery of the State.
Texte intégral
Memoria y patria en el País Vasco
1El deseo de pertenecer a un grupo, de ser aceptado y acogido por otros, de trascender en ellos, constituye un elemento fundamental de todo individuo. El «yo» necesita integrar su condición precaria en el calor confortable de un «nosotros» que evite su naufragio en la inmensidad de la existencia. Cada individuo participa simultáneamente en distintas lealtades colectivas que le generan múltiples experiencias de pertenencia social. A todas ellas se solapa la nación gracias a su condición de comunidad política abstracta, fuertemente imbuida de contenido emocional. Precisamente ahí radica su fuerza, en apoyarse en un terreno tan maleable y versátil como el de la identidad cultural. Pero también ahí reside su debilidad. Y es que toda identidad colectiva constituye un factor humano instrumental. Se es nación porque se desea adquirir, resguardar y compartir algo: derechos políticos, libertades, seguridad, protección, trascendencia, recuerdo, ilusión… Y dicha instrumentalidad es acompañada de una inherente subjetividad. La existencia de la nación no depende de la naturaleza, de la realidad objetiva, sino de la creencia subjetiva, de la fe que tenga en ella la comunidad humana que en ella se representa.
2Toda nación precisa de una memoria que mitigue su abstracción mediante factores emotivos y vincule a los compatriotas del presente con sus antepasados. Memoria y nación resultan, históricamente, dos términos asociativos. Ello ha influido enormemente en el éxito que este concepto ha alcanzado en la historiografía actual, hasta el punto de haber invadido un inmenso campo de ésta, a saber, las narrativas, representaciones, símbolos y rituales orientados a «recuperar» (y, consiguientemente, dotar de sentido) el pasado de los colectivos sociales. Y es que la nación implicó una nueva forma de ejercer la memoria colectiva. Benedict Anderson la considera el producto estrella del «capitalismo de imprenta», concepto con el que se refiere al fenómeno histórico que, entre los siglos xvi y xviii, implicó la expansión de la escritura impresa, el capitalismo comercial e industrial, y el declive de la concepción religiosa unitaria de la realidad social. Fue este «capitalismo» el que alentó una nueva forma de representación social que permitió pensar la nación y convertirla en el eje de la vida occidental. Ello ocurrió mediante una transformación de la percepción de la temporalidad que Anderson delinea siguiendo a Walter Benjamin, que permitió que pudiera expresarse la identidad nacional como cultura compartida por personas anónimas y desconocidas entre sí, diseminadas por múltiples territorios.
3Cuando llegó el siglo xix, esta identidad se convirtió en el centro de la nueva sociedad liberal. Tal centralidad la ocupó al insertarse como memoria colectiva en la esfera pública, ese espacio de debate ciudadano que se sitúa entre la autoridad del Estado y la privacidad de la sociedad civil. Un espacio que nace, así, en el mismo tiempo en que lo hace la nueva temporalidad nacional. Señala Jeffrey Olick:
El problema que plantea la memoria colectiva es, por lo tanto, sinónimo del problema de la identidad colectiva en una sociedad compleja, y, al menos en las sociedades democráticas, esa colectividad se da en la esfera pública, en la que se juntan lo privado y lo oficial y adoptan nuevas formas, y donde por norma hay cabida para la controversia.
4Y es que ese mismo espacio público fue el que convirtió la nación en el centro de la realidad social1.
5Debido a ello, la nación interceptó y reorientó rápidamente las formas de construcción del pasado de las sociedades occidentales. Fue en el siglo xix cuando se aceptó socialmente que había una serie de hechos del pasado que debían fijarse públicamente con el fin de que fueran conocidos por todos los ciudadanos de un Estado o comunidad nacional. La memoria colectiva, vinculada a una historia elaborada como relato canónico del pasado de la nación, germinó en un amplio movimiento social de invención de tradiciones. Así, los estados nacionales adoptaron un variado repertorio de políticas de memoria destinadas a fijar la nación como eje identitario de la ciudadanía. Pero no actuaron solos, también los gobiernos locales, ayudados por las elites identificadas con ellos en el espacio público, desplegaron un enorme esfuerzo de legitimación y búsqueda de las señas de identidad nacional a través de rituales conmemorativos, definición de festividades, construcción de edificios públicos, monumentos y «vehículos de memoria» (libros y álbumes, fotografías, museos, archivos, etc.), a la par que fijaban estrictos planes de organización de la historia nacional como asignatura clave de los sistemas de escolarización pública. El nacionalismo de Estado adquirió, en este movimiento de preservación de la memoria nacional, una dimensión etno-cívica. La politóloga Jacqueline Stevens demuestra cómo la nación fue presentada por los estados liberales como una auténtica metáfora familiar destinada a generar un intenso vínculo emocional con el ciudadano. El componente simbólico de la pertenencia sanguínea jugó un papel fundamental en la construcción de esta identidad colectiva. Así, las elites nacionalistas recurrieron a crear imágenes etno-familiares cuyo fin era fundir el individuo en el cuerpo místico de la nación, invitando al ciudadano a olvidar en él su dimensión contingente2.
Qué otra cosa entendemos, en general, por nación hoy día, sino un conjunto de hombres reunidos por comunidad de raza, o parentesco, y lengua, que habitan un territorio o país extenso, y que por tales o cuáles circunstancias históricas, están sometidos a un mismo régimen y gobierno,
decía Antonio Cánovas del Castillo en su famoso discurso sobre la nación de 1882. Si el pasado resulta siempre, por definición, una «patria extranjera», como dice David Lowenthal, los estados nacionales fueron haciéndose durante este siglo en un variado proceso de nacionalización de esa «patria» en el espacio público, sustentado en un vínculo cerrado entre parentesco, sociedad política y memoria nacional. Y digo «variado» porque el proceso no fue unidireccional, no vino simplemente del Estado a las masas, como maná caído del cielo cuya abundancia dependiera meramente de la fortaleza que dicho Estado pudiera tener, tal y como sugiere la clásica tesis de la débil nacionalización española. Como señala Josep Maria Fradera:
Si observamos sin apriorismos inútiles lo que sucedió en la España del siglo xix, deberemos aceptar el continuado solapamiento de la innegable identificación colectiva en torno a la idea nacional y las formaciones sociales, políticas y culturales de orden local y regional que contenían múltiples elementos de la identidad de grupo. Regionalismo y nacionalismo eran, vistas así las cosas, dos caras de la misma moneda, de la formación de las identidades colectivas en el marco nacional […]. La explicación de la aparente paradoja de una nación al mismo tiempo única pero construida de forma diversa reside en que las ideas de lo que era España o de lo que eran las distintas culturas regionales, que se desarrollan en interrelación con ella, no dependían en última instancia ni en exclusiva de la iniciativa estatal propiamente dicha. Dependían, en todo caso, de una mucho más compleja relación entre sociedad civil y política en las distintas regiones españolas3.
6Si la nación constituye un fenómeno pluridimensional, estrechamente vinculado a la diversa expresión social de la identidad colectiva, múltiples fueron las lealtades que la hicieron y múltiples las temporalidades que interceptó: el tiempo del trabajo y el festivo, el público y privado, el de la familia y la política, el urbano y el rural, el local y el del Estado, etc. Así lo ha defendido Alon Confino, mostrando cómo la identidad local pudo ser un componente constitutivo de la nacional de Estado y cómo, recurriendo a la memoria local, los alemanes pudieron imaginarse como nación, convirtiendo la localidad en la más eficaz representación simbólica de ésta. Algo similar a lo que desde hace más de diez años se propone con respecto a la identidad nacional francesa.
7Así, el caso de la III República francesa y el del II Reich alemán presentan sustanciales similitudes dentro de un modelo de identificación nacional que fue hace muchos años subrayado por Morton Grodzins, quien se preocupó por apuntar lo que estos historiadores han acabado por confirmar: que el éxito de la identidad nacional vendrá de su capacidad para alcanzar un simbolismo familiar y, por lo tanto, local. Así, la memoria nacional será fuerte y permanente en la medida en que remita a experiencias afectivas cercanas. Discrepo, por lo tanto, con Olick, en que a finales del siglo xix se constatara el fracaso del Estado en proporcionar al ciudadano una seguridad existencial basada en la identidad nacional frente a la multiplicidad de tiempos sociales. Precisamente, creo que el fenómeno fue el contrario: la nación consiguió unificar todos esos tiempos en torno a ella, de una forma más o menos perfecta, más o menos intensa según las circunstancias y necesidades de los que la representaron públicamente. La memoria nacional urdió las temporalidades de la vida cotidiana como hizo con las identidades del individuo. Ello permitió la formulación de manifestaciones patrióticas interdependientes, que apelarían a sus componentes etno-culturales y cívico-políticos en sus diversas dimensiones subestatales, dando lugar a un variado proceso de construcción de la identidad nacional. Tal es la tesis que defiendo para el caso del País Vasco4.
8En las tres décadas finales del siglo, las elites vascas reforzaron los mecanismos de reproducción y representación de la identidad etno-regional vasca, como respuesta a la polémica patriótica en torno al País Vasco y su lugar en la nación que la segunda guerra carlista de 1872 a 1876 suscitó, y que derivó en una amplia movilización nacionalista de signo antivasco. Dicha movilización enmarcó la Ley de 21 de julio de 1876. La «pérdida de los fueros» que ésta implicó suscitó una auténtica conmoción en los estratos ilustrados del «país», que se lanzaron a elaborar «la memoria de la foralidad perdida». En este proceso adquirieron un papel decisivo las políticas culturales que emprendieron las elites liberales vinculadas a las diputaciones que, desde 1877, pasarían de «forales» a «provinciales». Fueron numerosísimas las iniciativas de conmemoración y recuerdo destinadas a fijar la «memoria de los fueros» y, por lo tanto, a activar la identidad etno-local identificada con la tríada identitaria compuesta por fueros, lengua campesina y religión: suscripciones para elevar estatuas de los patricios fueristas (defensores de los fueros); erección de lápidas, monumentos y recordatorios públicos de su labor «patriótica»; iniciativas editoriales de todo tipo (colecciones bibliográficas, álbumes, revistas culturales), jornadas y festividades de celebración de la tradición campesina vasca, etc.
9Se reforzó, así, una memoria local destinada a recordar episodios del pasado que eran revestidos de una categoría mítica y que permitían, a la par, representar la nación. Esta redefinición de la memoria foral permitió la reinterpretación del pasado local como un fragmento no ya meritorio sino esencial del nacional. La recreación de la tradición (lingüística, política y religiosa) local y el recuerdo de los héroes defensores y representantes de ésta fue hecha buscando no la ruptura con España, sino una mejor integración en ella que salvara el conflicto político suscitado por la abolición de los fueros. La etnicidad local fue recreada durante la Restauración, en tanto que memoria, como un auténtico mecanismo nacionalizador5.
10El nuevo estereotipo vasco elaborado públicamente durante la guerra carlista actuó desde un nacionalismo de Estado alternativo, en sus extremos unitarios y uniformizadores, al que defendían las elites vascas. Un nacionalismo que se dedicó a cuestionar el cauce narrativo de la identidad etno-local como nacional, construido por estas elites en el periodo que medió entre el fin de la primera guerra carlista y el inicio de la segunda en suelo vasco. Y esa narración había tomado la forma de una peculiar memoria local de frontera, en la que los vascos se representaban como el pueblo más antiguo de España, seleccionado por la providencia divina para proteger la nación de cualquier invasión extranjera. Evidentemente, los franceses constituían la principal representación física de esta amenaza, y entre ellos se contaban los vascos del sur de Francia.
11Así, la memoria foral previa a la segunda guerra carlista se sustentó en dos mitos patrióticos esenciales. Los vascos eran el «celecanto» de la patria, el pueblo que vinculaba la nación con su etnicidad primordial. Pero, además, dada su localización geográfica, constituían algo más: el mojón étnico de España frente a Europa. De este mito dual surgía el principal argumento patriótico en el que insistía una y otra vez el relato de la nación que fue elaborado por estas elites locales: los vascos constituían el baluarte esencial de la nación. Este argumentario fue cuestionado por el nacionalismo unitarista. Por ello, las elites intelectuales vascas se dedicaron, nada más terminada la guerra civil, a redefinir su etnicidad foral como una identidad regional compatible con la nueva definición que la Restauración hizo de la identidad nacional. Y ello implicó la revisión de los principales mitos locales cuestionados. De ellos, ninguno fue tan caro a la emoción patriótica vasca como el de la Guerra de la Independencia y sus prolegómenos. Y no sólo por lo mucho que en él se jugaba el relato de identidad local, foral, sino porque este episodio histórico se había convertido, para esas fechas, en el más recurrente mito fundador de la nación6.
Las nieblas de la historia patria
12La revolución liberal que convirtió España en una nación partió de la aceptación, por sus agentes, de la realidad preexistente de ésta, cuya manifestación culminante había sido, precisamente, la Guerra de la Independencia. Tal fue el relato nacional creado a lo largo del siglo xix y ello ayuda a comprender por qué este episodio mítico fue convertido, en palabras de Álvarez Junco, en «la piedra angular de la mitología con la que pretende aureolarse el naciente Estado-nación liberal en España». A ello ayudaba su flexibilidad, que permitía su representación como culminación del espíritu nacional tanto en su variante católica como en la liberal. Pero también ayudaba el hecho de que fuera el episodio en que, por primera vez, quedaba reflejado el protagonismo del nuevo sujeto político de la modernidad: el pueblo. Los ocho años comprendidos entre el Sexenio y la Restauración cerraron el ciclo formativo del nacionalismo de Estado, que comenzó con la invención de la Guerra de la Independencia como mito nacional, y finalizó con su proyección en una sucesión histórica de episodios gloriosos, de la que se encargaron las artes, las letras y la prensa7.
13El Sexenio Revolucionario pretendió trasladar al mundo de la política eso que la cultura ya había conseguido: la conversión del pueblo español en sujeto de su propia historia en tanto que nación. No es casualidad que fuera en el comienzo de este régimen cuando Benito Pérez Galdós iniciara sus Episodios Nacionales, auténtica saga anovelada de esta nación que comienza, precisamente, en los prolegómenos de la Guerra de la Independencia. En su opinión, este episodio había convertido a los españoles en un sujeto colectivo consciente de su soberanía. Y es que Galdós entendía que la guerra era el mecanismo social que mejor comunicaba la idea de patria, tal y como había expresado en su primer «episodio»: Trafalgar. De forma similar opinaba Antonio Cánovas del Castillo, el responsable político de la Ley sobre los fueros vascos, así como uno de los escasos fueristas que terminaron (tras su preceptiva fase integrista) dando el paso al nacionalismo vasco: Arturo Campión. Y los tres coincidieron en atribuir a la Guerra de la Independencia tal honor: el de forjar España como una auténtica nación8.
14Precisamente, fue en el tiempo democrático en que Galdós publicó su primer «episodio», cuando el académico (y militar) vasco José Gómez de Arteche llevó a la imprenta el primer volumen de la más extensa recuperación de la memoria de este mito nacional. Una obra que dilató en 14 volúmenes y 35 años (algo parecido a lo ocurrido con la saga patriótica galdosiana). El órgano de Antonio Cánovas del Castillo, La Época, en su reseña de este «vehículo de memoria» de Gómez Arteche, tras calificar esta guerra como «la Illíada española», subrayaba el vacío de memoria patriótica que rellenaba. Y, tres años después, en la reseña del segundo, apuntaba:
La importancia de ser este libro el único en que se trata como verdadera historia militar aquella lucha titánica de nuestros padres, lo constituye digno de alto aprecio por cuantos aman las letras y las glorias de la patria; más es en particular recomendable, y así tenemos los viejos el deber de presentarlo, a los jóvenes que quieran instruirse o perfeccionar sus estudios históricos, pues en esa clase de trabajos, aprendiendo los sucesos prósperos y los adversos en sus orígenes, sus pormenores y corolarios, recibirán escelentes [sic] lecciones y enseñanza duradera, que en ciertos límites puede suplir a la propia experiencia9.
15La progresiva canonización positivista de la memoria de la Guerra de la Independencia vinculaba a «viejos» con «jóvenes» y a «hijos» con «padres». Tal vínculo adquiría extremos patrióticos de fuerte resabio clásico, en tanto que enseñanza virtuosa capaz de guiar al ciudadano en su moral cotidiana. Esta dimensión cívica de la memoria patria, de fuerte simbolismo familiar, es fundamental para comprender el papel de este mito en el nacionalismo español. Jorge Luis Borges en su Historia del Tango sentenció que los auténticos estados nacionales eran aquellos que aún mantenían la memoria viva de su nacimiento y eran capaces de convertirla en pedagogía de la identidad nacional. Él se refería, obviamente, a su Argentina natal o a los Estados Unidos de América, naciones que carecían de una historia secular en la que asentarse pero que, precisamente por ello, ofrecían una identidad más fresca a sus ciudadanos pues ellos mismos participaban, con su memoria familiar, en su joven historia, con lo que su identidad como nación les era afectivamente más cercana. Tal era el potencial que ofrecía la memoria de la Guerra de la Independencia: asociar a «hijos» y «padres» en una misma «familia» ciudadana y nacional. Proporcionaba, para ello, una memoria colectiva emotiva, en la que el pasado de la familia propia era reproducido en el de la abstracta familia nacional.
16La Guerra de la Independencia actuaba como una deliciosa variante de uno de los mitos claves de las identidades nacionales: el que transmite la idea de continuidad secular de la nación y convierte ésta en una comunidad moral definida por las virtudes de los ancestros. David Miller lo ha denominado el «espíritu de Dunkerke». Podríamos bautizar a su variante hispana como el «espíritu del 2 de mayo», pues representaba lo mismo: la instintiva unidad moral de todo pueblo nacional frente a cualquier amenaza a su «independencia». Así, el patriotismo durmiente de la «familia» española era capaz de despertar y realizar gestas gloriosas, cuya evocación se lograba imaginando los rostros del abuelo, el padre, vecino o paisano de la ciudad o pueblo, provincia o región. Y es que la importancia de la memoria de esta guerra no sólo residía en su cercanía afectiva sino en que buena parte de su materia narrativa fuera de carácter local10.
17Así, la tarea primordial de las elites vascas de la Restauración fue recuperar su particular memoria de la Guerra de la Independencia tras los ataques que ésta había recibido durante la polémica foral. Éstos habían comenzando rememorando otro episodio previo, el de la Guerra de la Convención, como supuesto ejemplo adelantado del antipatriotismo de este pueblo manifestado, luego, durante la Guerra de la Independencia. Este comportamiento se hacía contrastar, además, con su desmedido amor a sus fueros particulares, lo que convertía a los vascos en unos malos patriotas. Su masivo apoyo al carlismo reflejaba finalmente tal desviación de su carácter patriótico y aconsejaba su integración por la fuerza en el Estado nacional. Ése fue el argumentario del nacionalismo español durante la guerra civil carlista y el periodo constitucional de la Restauración11.
18Ya en 1876, las elites vascas se lanzaron a una rápida labor de rehabilitación de esta memoria patria, especialmente de su flanco más débil. La declaración de independencia de Guipúzcoa, realizada por la Junta General reunida en Guetaria en agosto de 1794 ante el avance imparable de los ejércitos franceses, había cobrado, en la opinión pública implicada en estos debates patrióticos durante los años de la guerra civil, tintes de auténtica traición a la patria y, a la par, había cuestionado la memoria pactista del fuerismo, sustentada en el supuesto equilibrio de derechos y deberes entre el Estado y las provincias forales, en el que la autonomía de éstas era un justo pago por la función de salvaguarda nacional que asumían sus poblaciones. La utilización de ese oscuro episodio por el nacionalismo español unitarista se hizo desde una perspectiva muy clara: la provincia había faltado a su deber de defensa nacional. La Guerra de la Convención representaba, pues, una profunda grieta en el «baluarte de España» que, para mayor deshonra, había sido en buena medida descubierta por aquél que debía sancionar la continuidad de los fueros. Y es que había sido el presidente del primer gobierno de la Restauración, Antonio Cánovas del Castillo, el que había recordado este episodio en su prólogo al estudio sobre los vascos que Miguel Rodríguez-Ferrer había publicado en 1873. Un estudio simpático a la representación que el fuerismo hacía de este pueblo, simpatía que compartía Cánovas, pero que no le evitó mencionar este neblinoso suceso, ofreciendo documentación inédita y dando base científica al contenido emocional que, hasta entonces, había alimentado a la prensa y la publicística antifueristas12.
19La vertiente más conservadora del fuerismo liberal, que mantuvo un obligado silencio cómplice durante la guerra debido a su moderada simpatía por el levantamiento carlista, rápidamente advirtió las consecuencias de tal acusación para su delicado edificio argumental, y saltó a la palestra pública para defender su memoria patria. Antonio de Trueba recurrió al órgano de prensa de Cánovas para protestar que su «patriotismo» no podía ignorar «la arbitraria e injusta apreciación de la conducta de los vascongados durante la guerra con la república francesa de 1793», que juzgaba «tan ofensiva para al pueblo vascongado» y «tan grave hasta por venir de quien viene». Ya terminada la guerra, el periódico liberal El Noticiero Bilbaíno presentó a sus lectores el folleto que el secretario de la Comisión de Fueros de la Diputación de Álava, Joaquín Herrán, había publicado en otro periódico (también bilbaíno y liberal), el Irurac-Bat, en el que se resumían los argumentos del estereotipo antipatriótico vasco, entre los que se encontraba el episodio de la Guerra con la Convención. Herrán no sólo resumía esos argumentos sino que los contestaba reivindicando «glorias vascongadas» como la Guerra de la Independencia o la de la Convención. En Cataluña, Juan Mañé y Flaquer abordó también esta cuestión. Yes que las inteligencias fueristas temían que los argumentos históricos que el jefe del gobierno había desempolvado le ayudaran a posicionarse en favor del unitarismo. De esa manera, a la polémica con Cánovas se lanzó toda la prensa vasca, incluido el periódico que las diputaciones financiaron en Madrid para articular estas defensas: La Paz13.
20Las elites vascas se veían impelidas a reivindicar, en plena polémica foral —intensamente nacionalista— su memoria local y el lugar preeminente de ésta en la identidad nacional. Pero a dicha reivindicación le faltaba una argumentación positiva, académica, paritaria a la expuesta por un historiador como Cánovas. Y de ello se ocupó un viejo conocido: José Gómez de Arteche. Aquél que más esfuerzo estaba dedicando en esos años a convertir la Guerra de la Independencia en el mito central de la nación española, sintió herido su patriotismo cuando contempló atacada su identidad local, la misma que le ayudaba a representar la nación. Y saltó a la palestra con un libro de título expresivo, que resume el imaginario subestatal desde el que se elaboraba en España la memoria nacional: Nieblas de la historia patria.
21¿Cuál era esa «historia patria» a que aludía este historiador y militar vasco afincado en Madrid? Pues la española y, en tanto que tal, la vasca. Buena parte del libro estaba compuesto de recreaciones de episodios, los más anónimos (el tambor del Bruch, el arrojo guerrero de las zaragozanas en el sitio de su ciudad, etc.) en el marco de una guerra, la de la Independencia,
en cuyos principios, con especialidad, parece que el cielo, como si se deleitara en revelar la fuerza de la justicia y del patriotismo, aún inermes, en los pueblos, se propuso favorecer visiblemente al nuestro.
22Hechos protagonizados por héroes sin nombre, símbolos del anónimo pueblo español. Y tales episodios eran completados por aquél que daba título original al libro pues estaba destinado a despejar dichas nieblas y a hacer que el sol de España luciera sobre su querida tierra vasca: «La misión del Marqués de Iranda en 1795». Un estudio en el que respondía tanto a Cánovas como, especialmente, a un articulista anónimo que había acusado a los vascos de comportarse, en esa guerra, «flojos, perezosos y como juguetes de una debilidad extraña a su carácter enérgico, duro, activo y guerrero». Gómez de Arteche apartaba cualquier sombra de «separatismo» guipuzcoano y vinculaba el comportamiento de los vascos con el de ese 1808 en que se desencadenó «la gran lava de ira y de venganza que a torrentes despedían las muchedumbres españolas»14.
23El «patriótico» libro de Gómez de Arteche fue muy celebrado en el espacio público: El Diario de San Sebastián, los diputados vascos Aguirre Miramón y Gumersindo Vicuña, el historiador alavés Fermín Herrán o el vizcaíno José María de Angulo acudieron prestos a reivindicar, de su mano, la agraviada memoria patria del pueblo vasco. Como señalaba El Ateneo de Vitoria en su elogiosa recensión, una de tantas que la obra recibió:
Nadie tenía más derechos y más fuerte obligación que el militar entendido que ha cantado las desgracias y las glorias guerreras de España, de salir a la defensa de su país. Era de esperar de un hijo cariñoso y agradecido. Premiado sea por haber satisfecho su deber15.
24Sus tesis fueron perpetuadas durante el resto de siglo, como parte del proceso de reelaboración de la identidad vasca en la Restauración. Mateo Benigno de Moraza, el patricio alavés protagonista del discurso parlamentario en defensa de los fueros más alabado, impreso y difundido de estos años, pronunciado en circunstancias personales y ambientales especialmente patéticas que se ajustaban como un guante a la imaginación romántico-aristocrática característica del patriotismo de la época, también sintió herido su sentimiento nacional y se dedicó a escarbar en archivos para continuar la obra de su paisano Gómez de Arteche. En su archivo personal se amontonaron correspondencia, legajos, cuartillas y manuscritos sobre el episodio convencional y sobre el comportamiento de los vascos en él, así como artículos de prensa que aludían al trabajo de Cánovas y su impacto en la opinión pública. Documentos dedicados, con toda seguridad, a preparar sus defensas patrióticas parlamentarias así como a algún estudio monográfico que su fallecimiento de 1878 le impidió elaborar.
25Otro ilustre patricio del fuerismo finisecular, éste guipuzcoano, más joven y más transigente que Moraza, también sintió la misma picazón patriótica, si bien en su caso sí tuvo la oportunidad de ver cumplida su tarea. Tras muchos años de trabajo, en 1895 Fermín Lasala y Collado daría a imprenta La separación de Guipúzcoa y la paz de Basilea. Junto a él, fueron muchos los intelectuales que se enfrascaron en la polémica patriótica acerca del comportamiento de su pueblo durante la guerra de 1794 a 1795. Tal fue el sentido de la búsqueda de documentos sobre esa guerra que el alavés Ladislao de Velasco practicó. El mismo que tuvo la guía histórico-geográfico-sentimental que uno de los jóvenes valores de la intelectualidad local, el alavés Ricardo Becerro de Bengoa, hizo sobre su provincia. El mismo, en fin, que el vizcaíno Antonio Manuel de Arguinzóniz confirió a su monografía histórica sobre su localidad natal, Durango. Una obra premiada en las Fiestas Éuskaras de Durango de 1886, en la cual exaltaba las glorias patrias de sus antepasados, entre ellas su comportamiento durante las guerras de la Convención e Independencia, que había iniciado hacía diez años movido por los ataques antifueristas16.
26En todas estas obras quedaba claro el patriotismo de los vascos en el neblinoso episodio convencional y en la Guerra de la Independencia, que se sustentaba en una imagen canónica que Becerro de Bengoa resume así:
En la invasión francesa y en las campañas que con este motivo se sostuvieron en 1793, 94 y 95, las provincias vascongadas fueron como siempre el baluarte firmísimo ante el cual se detuvieron los invasores, y salvaron de este modo la integridad nacional. Los vascongados con su patriótico ardimiento ocuparon militarmente todas las defensas naturales del país, derramaron sus sangre en los combates de Elgueta y Sasiola, vendieron todas las alhajas de los templos para sufragar los gastos de la guerra, y entonces los alaveses, guiados por su ilustre Diputado Don Prudencio de Verástegui, contribuyeron con su pequeña significación al sostenimiento de la guerra, que a estar bien dirigida y a no haber tratados y cuestiones diplomáticas que entorpecieran las operaciones, hubiera sido para los vascos mucho más gloriosa que lo que fue17.
27Y es que en todos estos trabajos históricos, la patria local era el cauce de representación de la nación. Así es como se fue haciendo la identidad nacional en la periferia étnica del Estado español: convirtiéndola en una metáfora local:
Amamos a la provincia que es nuestra madre, con el corazón, espontánea y naturalmente, pero hay necesidad de que ese amor se fortifique razonándolo. Y la razón se adquiere con el conocimiento, y éste con el estudio. No hay estudio más grato para los buenos hijos de un país cualquiera que el de su historia y el de su valery significación actual. Se adora a los padres que nos dieron el ser, a la tierra y al horizonte en los que abrimos los ojos, al pueblo donde corrieron nuestros primeros años. A las personas con quienes trabamos nuestras nacientes amistades y cariños; pero esa adoración toma cuerpo, se ensancha y arraiga poderosamente, cuando en la historia aprendemos a conocer y a admirar a nuestros antepasados, por sus trabajos y por sus gloriosos hechos; y en las descripciones a apreciar y entender lo que el país natal vale, lo que goza o lo que padece en la actualidad, y lo que para el porvenir espera. Como todos, con iguales deberes y derechos, formamos parte de la tierra común, a todos nos interesa igualmente ese conocimiento […]. ¡Ojalá que nuestros jóvenes alaveses aprendan en la historia y en el fuero a querer más y más a su provincia y a procurar su ventura y su progreso! Amando a su provincia se ama a la patria entera; porque procurando el bien particular de todas las provincias se hará la felicidad de la nación. La cooperación del trabajo y la inteligencia de los ciudadanos ha de sostener a la nación, y no ésta a aquellos.
28En Becerro de Bengoa, como en Gómez de Arteche, los antepasados rigen la moral patriótica ciudadana, en especial de los más jóvenes, los encargados de conservar esa memoria local que conecta a «padres» con «hijos». Yello con el fin de
continuar la obra de nuestros mayores […]. Sea este libro un pequeño esfuerzo más, un paso seguro, dado en la tarea de la ilustración de los jóvenes alaveses, para que se acreciente su amor a la provincia, a sus instituciones, a su glorioso pasado, a la paz presente y a la prosperidad en el porvenir18.
El cuerpo local de la nación
29El cultivo de la memoria local bullía en Europa. Becerro de Bengoa lo advertía, subrayando cómo «estas ideas [son] calurosamente acogidas en la mayor parte de las provincias de las naciones más civilizadas de Europa». Así lo exponen Chanet, Thiesse o Gerson en Francia, o Confino —e historiadoras no citadas por no sobredimensionar las notas, como Celia Applegate o Charlotte Tacke— en Alemania. Nada había de extraño. Una de las premisas que alimenta toda identidad nacional, afirma David Miller, es la de constituir una creencia compartida: la de ser una nación. Y otra, íntimamente vinculada a ella, es la asunción de que tal nación a la que se cree pertenecer constituye un continuo histórico. Por ello, la nación busca su identidad en la memoria de los «mayores» a que alude Becerro de Bengoa, de esos «padres» comentados por el recensionista del libro de Gómez de Arteche. «La comunidad histórica nacional es una comunidad de obligación», dice Miller. «Obligación» de continuar la obra de los antepasados y sus sacrificios por la nación. Por ello la historia de la Guerra de la Independencia de Gómez de Arteche, de dimensión «nacional», y la guía histórico-descriptiva alavesa de Becerro de Bengoa, de carácter local, compartían una misma función cívico-patriótica y un mismo público preferente: los jóvenes. Aquellos que debían tener presente esa variada memoria colectiva y honrarla en su vida pública y privada, dado que sobre ella actuaba una misma nación19.
30Otra de las premisas resaltadas por Miller es que la identidad nacional debe movilizar, debe ser una identidad activa. Las naciones son «comunidades que hacen cosas juntas, toman decisiones, logran resultados, sin fin». La pasividad mata la nacionalidad. Hay que participar en polémicas intelectuales, reunir a los ciudadanos en conmemoraciones y rituales, organizar campañas de prensa acerca de cuestiones actuales. Hay que movilizar, convirtiendo la nación en mediador mítico de todo ello. Tal es el fin del espacio público. Por eso se editaban los folletos y libros sobre la Guerra de la Convención o de la Independencia, por eso los prepublicaban y comentaban los periódicos vascos. Por eso éstos, a su vez, recogían los discursos de los oradores del Congreso o el Senado que glosaban tales obras y tesis. Y todo ello adquiría un extraordinario sesgo local. Intelectuales y políticos, aquellos que representaban la nación en el espacio público, intercambiaban imágenes, relatos, narrativas, metáforas. Y muchas de ellas pertenecían al ámbito afectivo más cercano, a la ciudad o pueblo natal, a la provincia, a esa vaga región de dimensión etno-histórica que ésta formaba con otras; ámbitos locales capaces de imaginar la abstracta nación como un referente cercano. Lo local ayudaba a personalizar la nación, mediante un complejo mecanismo psicológico que ha sido brillantemente desentrañado por el antropólogo Anthony P. Cohen20.
31En 1893 el principal órgano cultural del fuerismo, la revista Euskal-Erria, reeditaba la aportación de Gómez de Arteche a la memoria vasca de la Guerra de la Independencia. Dos años antes, en esa misma revista, un artículo sobre «el pueblo vascongado» lamentaba la costumbre tan española de preferir lo extranjero a lo propio: «Que ensalcemos tanto lo extraño sin ver ni conocer lo nuestro, repito que es una desgracia». Y tras enumerar la belleza de Andalucía, de Valencia, Galicia o Castilla, continuaba con los vascos:
¿Qué nación tiene una historia tan brillante como la nuestra? ¿Qué nación tiene unas provincias tan privilegiadas como las Bascongadas? Con creces sirvieron los bascongados a la patria.
32Así es como llegaba la ocasión más alta que habían visto los siglos para ese servicio: la Guerra de la Independencia. Pero llegaba mediante la evocación de un suceso local, íntimamente ligado a la identidad de aquellos que preparaban e imprimían esa revista en San Sebastián. José G. Garrido rememoraba el terrible saqueo de esa ciudad en 1813 por las tropas anglo-portuguesas que perseguían al derrotado ejército francés, y su reconstrucción posterior. La memoria de la ciudad era cauce para la memoria de la nación:
El año 1813, los donostiarras, a quien el enemigo dejó sin casas donde vivir, se juntaron en Zubieta y juraron reedificar la devastada ciudad; murieron aquellos valientes y sufridos, y, como se ve, sus descendientes cumplen aquel patriótico juramento de tal modo que San Sebastián puede envanecerse de ser la capital orgullo de España.
33Así, el ejemplo del heroico esfuerzo del vecindario local servía para imaginar la nación y exaltar el pueblo que le daba cuerpo físico:
Muy indiferente ha de ser y casi digno de lástima quien, conociendo nuestra España querida, y sabiendo lo que vale, encuentra lejos de su patria más atractivos que los que tiene la tierra del amor y del cielo siempre azul, del pueblo que, casi hambriento y desnudo, supo y sabrá defenderse y morir antes que humillarse21.
34El ejemplo de San Sebastián en aquella guerra había sido el del martirio. Su terrible saqueo la convertía en una ciudad mártir por la patria, como mártires por ella fueron sus miles de ciudadanos vejados y asesinados por la soldadesca británica. Ese sacrificio mostraba el camino de una regeneración nacional que quedaba reflejada en la bella ciudad que reconstruyeron esos patriotas:
Los vecinos que sobrevivieron a la catástrofe se refugiaron en Zubieta y otros barrios rurales. Desde allí comenzaron con incansable afán a preparar las obras de reconstrucción de la ciudad, no sin protestar solemnemente a la faz del mundo, de su adhesión a la patria ante cuyo altar ofrecían en holocausto el sacrificio de su prosperidad y su grandeza. ¡Loor eterno a aquellos ilustres patricios, cuya memoria venerada guardan en lo íntimo de su pecho todos los hijos de la gran familia donostiarra!
35Año tras año, el 31 de agosto era ocasión para que la prensa repitiera este discurso. Los donostiarras debían conservar y honrar su memoria. Una memoria que, a la par, les vinculaba a la nación y sus sufrimientos en aquella guerra heroica.
36No sólo el espacio mediático se encargó de recordarla, también el simbólico, mediante la conservación del edificio en donde aquellos antepasados se había reunido. Fue el mismo año negro de 1876, el año de tantos ataques al patriotismo vasco, el año del fin de los fueros, cuando el cronista provincial, Nicolás de Soraluce, presentó una exposición al Ayuntamiento de la ciudad destinada a instituir «de una manera digna el aniversario del 31 de Agosto con una lápida conmemorativa dedicada a los héroes de Zubieta». Se respaldó, para ello, en Modesto Lafuente, quien había calificado aquellas jornadas donostiarras en su Historia General de España como «dignas de inmortal memoria». Con tal aval, no es extraño que el Ayuntamiento aprobara la propuesta del gestor de su memoria local y erigiera tal monumento, con el fin de recordar el patriótico martirio de los antepasados y su ejemplo cívico a sus paisanos presentes. La lápida fue inaugurada solemnemente con una «función cívico-religiosa» el 8 de septiembre de 187722 (fig. 1).
37En Bilbao, la memoria de esta guerra patria permanecía fuertemente vinculada a dos fechas gloriosas, la primera hondamente local respecto de la segunda.
El 16 de agosto de 1808 es para Bilbao algo parecido al 2 de mayo del mismo año para Madrid, pues aquella es la fecha en que los franceses entraron en Bilbao después de una resistencia heroica que les opuso un puñado de héroes que luchaban sin más esperanza que la de morir honrosamente. Al frente de esos héroes estuvo el capitán de artillería Pouver, que sacrificó su vida no menos heroicamente que habían sacrificado la suya en Madrid Daoiz y Velarde, sus compañeros de armas y patriotismo.
38La revista Euskal-Erria sugería, en este artículo, la necesidad de levantar un monumento local a la figura de este héroe y de sus compañeros caídos, como los del 2 de mayo, en defensa de la patria. No se llegó a hacer, pero ello no implica que el nombre del capitán inglés Louis Power no quedara como mito local de la Guerra de la Independencia. La prensa bilbaína guardaba su memoria, asociada a las insistentes referencias que hacía a este mito patriótico, y el cronista del señorío, el fuerista Fidel de Sagarmínaga, canonizaría su hazaña en su extensa historia de la provincia, como uno de tantos ejemplos que mostraban cómo la memoria de la foralidad perdida era, también, memoria del apasionado españolismo vizcaíno. Una calle, la del «16 de agosto», recordaba la gesta de este mártir de la patria, que obtendría una propia ya en el siguiente siglo, en el nuevo barrio de Deusto23.
39Sin embargo, en esta ciudad, la fecha del 16 de agosto era superada en potencial simbólico por la representada por el 2 de mayo, jornada rápidamente ritualizada por el nacionalismo español ya en tiempo de la propia Guerra de la Independencia. Y la razón radicó, de nuevo, en cuestiones de memoria. Y es que, sobre la memoria aún viva de la guerra patria que simbolizaba esa fecha, se solapaba otra memoria aún más viva, casi palpitante: la de la reciente guerra civil. Porque ese mismo día, el año de 1874, el sitio carlista había sido levantado por las tropas liberales. Así, el 2 de mayo en Bilbao estaba fuertemente vinculado a la memoria patria más reciente y disputada, la referida a la guerra que había dividido a vascos y españoles. Los conflictos bélicos refuerzan los mecanismos de identificación emocional con la nación gracias a la mitificación del sacrificio colectivo y a la masiva elaboración de imágenes estereotipadas del enemigo común. La propia fractura simbólica que implica una guerra civil queda compensada con la movilización que genera en las masas, en defensa del ideal de nacionalidad al que se vincula cada opción ideológica. Una movilización que continúa luego en el terreno de la memoria, en donde, como Ernest Renan subrayó, tan importante es el recuerdo como el olvido.
40La celebración del «Dos de Mayo» en Bilbao, tanto por su localismo como por su aire de reñida disputa ideológica por la memoria patria, participaba de los rasgos característicos de este ritual decimonónico que Christian Demange ha subrayado. El heroísmo de la población liberal de Bilbao, culminado el 2 de mayo de 1874, era vinculado al carácter nacional, mostrado por el pueblo español de 1808 y por la Marina nacional que, otro 2 de mayo de 1866, se había lanzado, comandada por Casto Méndez Núñez, a la «honra sin barcos» en ese otro mito patriótico decimonónico que constituyó la batalla de Callao:
Con verdad puede decirse que el día 2 de Mayo es el escogido por la mano protectora de la Providencia para escribir las más gloriosas páginas que registra el libro de nuestra historia. Esta fecha, emblema de los rasgos más heroicos de la nación en que vivimos, se halla tan profundamente grabada en el corazón de todos los españoles, que sin distinción alguna vierten hoy lágrimas de alegría y sentimiento al recordar el nombre inmortal de Daoiz y Velarde, de Méndez Núñez y de Bilbao.
41Así decía El Noticiero Bilbaíno en 1876. Y en 1882, asistiendo puntualmente a la cita conmemorativa, subrayaba de nuevo:
Como españoles nos asociamos con toda nuestra alma a la conmemoración de las dos primeras fechas [1808, 1866]; y como bilbaínos y cristianos, arrojamos de nuestro corazón todo pensamiento político y acudimos al templo a dar a Dios gracias por el inmenso e inolvidable consuelo que hoy hace ocho años dispensó al pueblo de nuestro hogar y de nuestros más entrañables afectos.
42Y es que la celebración local adquiría un tono conmemorativo particularmente complejo en esta fecha: una comitiva patriótica compuesta por centenares de ciudadanos subía al cementerio de la ciudad a depositar coronas de flores en el impresionante monumento erigido en 1871 «en memoria y honra de los mártires de nuestras discordias intestinas»; luego recorría una ciudad engalanada en la que se sucedían las músicas y aires patrióticos, los cañonazos y los eventos culturales y artísticos que, en colaboración con las editoriales y textos narrativos y poéticos de la prensa, recordaban el martirio de los liberales bilbaínos y lo identificaban con el de la nación en sus pasadas gestas de 1808 y 186624 (fig. 2).
43El Dos de Mayo, de todas formas, constituía una fecha de celebración y recuerdo que excedía el significado local que se le confería en Bilbao. Así era celebrado en el conjunto del País Vasco por la prensa:
Fecha sagrada para cuantos sientan latir en su pecho el amor a la independencia de la patria […]. Un solo grito, el grito santo de la independencia, brotó de todos los pechos desde el Guadalquivir al Bidasoa, y España regenerada abatió el vuelo altivo del águila que se cernía sobre sus campiñas. ¡Loor eterno a los héroes del Dos de Mayo!,
decía El Diario de San Sebastián. Y más aún proclamaba El Anunciador Vitoriano, tras rememorar este levantamiento patriótico:
Ligerísimamente hemos relatado un hecho histórico de todos tan conocido, pero que nunca se encomiará lo bastante, y que es tan notable por sus circunstancias. Grata tarea es la de recordar en estos tiempos las pasadas glorias de nuestro país, que mostró en la guerra de la independencia su dignidad y moribunda energía, haciendo el último esfuerzo, tal vez, para ofrecer un testimonio evidente, de que aún los españoles de entonces eran dignos descendientes de aquellos brazos […] castellanos que lucharon, por espacio de siete siglos, para librarse de la opresión y servidumbre en que intentaban sujetarlos los invasores agarenos y que descubrieron y conquistaron un mundo para que nunca faltase el sol en los dominios de España25.
44Y todo puede quedar sintetizado en las palabras de La Paz:
Desde aquel día los españoles robustecen su espíritu en las glorias de esta fiesta popular; y cuando las madres españolas cuentan a sus hijos la historia del DOS DE MAYO brota el heroísmo en el pecho de los infantes; sus corazones, tiernos todavía, saltan de gozo al comprender la elevada dignidad de su cuna; al empuñar más tarde las armas, resuena siempre en su oídos el estampido del cañón nacional con el grito santo de libertad e independencia, y si llegara de nuevo la hora del peligro, sabrían caer con heroísmo sobre el sepulcro de sus mayores, dejando en pos de su muerte timbres y blasones para su patria, honor y gloria para su esclarecidos nombres26.
45De nuevo «jóvenes» y «mayores», de nuevo la sumisión a deberes transmitidos de generación en generación por una memoria destinada a proporcionar a los nuevos ciudadanos una pedagogía del patriotismo, un compendio de los valores que debían cultivarse para perpetuar y hacer la nación (sacrificio, valor, heroísmo, entrega, martirio, esperanza) y aquellos que debían desterrarse pues la dañaban (egoísmo, particularismo, insolidaridad). En dicha pedagogía, evidentemente, la polémica ideológica estaba servida entre los periódicos y publicistas que apostaban por una u otra tradición política, liberal o nacional-católica, como la representativa del carácter nacional, lo que llevaba a acusaciones mutuas de traición a la nación y su idiosincrasia, que permitían al nacionalismo de Estado participar en el debate ideológico del espacio público. Un espacio del que no escapaba, valga la redundancia, «espacio» alguno. Así lo reflejaba el catedrático del Instituto de 2a enseñanza de Zaragoza, el alavés Manuel Díaz de Arcaya, con el exitoso drama teatral que compuso en estos años acerca de este episodio mítico. Ingeniosa caridad era el título de esta obra en verso, «estrenada con extraordinario éxito» en el Teatro Principal de Zaragoza el 23 de noviembre de 1886 y rápidamente traída con igual éxito al Teatro Gayarre de Bilbao, donde se pudo presenciar por primera vez nada menos que el 2 de mayo de 1887. En ella se narraba el intento de evasión de una cuadrilla de presos españoles guardados en Vitoria por los franceses durante esa guerra. Y en ella, de nuevo, lo que se exponía era una didáctica del patriotismo sustentada en la clásica oposición entre el afrancesado, el traidor a la patria, y el patriota, cuyo amor a ésta era expuesto como un trasunto del amor familiar. Y sobre esta didáctica se levantaba el drama de la memoria de enfrentamiento entre las familias de los dos protagonistas, resuelto al final de la obra en una auténtica catarsis… patriótica27.
El pueblo, sujeto anónimo de la memoria patria
46La evocación de la Guerra de la Independencia en el espacio público vasco a lo que remitía insistentemente era al pueblo español, cuyo patriotismo quedaba expresado paradigmáticamente en un episodio que era, a la par, bélico y revolucionario; es decir, que reflejaba la esencia de su carácter: liberal y guerrera. Ello era narrado, sin embargo, desde una nítida dimensión local, pues era el ejemplo de las villas y ciudades vascas en aquella guerra el que reflejaba el carácter nacional. Así, la incapacidad del poder político para convertir esta guerra en un lugar fundamental del calendario patriótico, subrayada por Demange en relación con el mito específico del 2 de Mayo, no evitó que el episodio bélico que enmarcaba, gracias a la autonomía local en que fue rememorado desde su periferia étnica, se convirtiera en un efectivo vehículo de representación y socialización de la idea de nación. Así, tanto Vitoria como la provincia de que era capital contaron con su particular recuerdo de este episodio, no en vano,
[en] la memorable Guerra de la Independencia, Álava, lo mismo que sus dos provincias hermanas, cooperó dignamente a la gloria de las armas españolas.
47Esta memoria estaba vinculada a la figura de los héroes más tópicos de este relato mítico, es decir, los guerrilleros alaveses que, anónimos salvo en la persona de ciertos jefes de partida, pulularon por la provincia poniendo en jaque a las tropas de Napoleón28.
48Pero el patriotismo de estos vecinos, como representación de la provincia y su capital quedaba aún más reflejado en un hecho anecdótico insistentemente repetido en las evocaciones que la prensa, publicística e historiografía local hacían. Un episodio, de nuevo, protagonizado por gentes anónimas, por vecinos vitorianos que representaban paradigmáticamente los valores del pueblo español:
El 14 de abril de 1808, al pasar Fernando VII cautivo para Francia, llegó el rey a Vitoria custodiado por el general francés Savary, ayudante de Napoleón […]. Los vitorianos se propusieron librar a su rey […]. [Pero] Fernando no tuvo ánimo para secundar el proyecto de los leales vitorianos. […] [Así, ] completamente ofuscado y engañado por [Napoleón] […] se dispuso a partir el día 19. Entonces fue cuando los vitorianos reunidos en la puerta superior de la casa de Ayuntamiento, donde estaban los coches, protestaron contra la partida y contra el manifiesto engaño, rompieron por dos veces los tirantes del coche, y se decidieron a morir antes que consentir que Fernando marchara29.
49Así cuenta el episodio el liberal Becerro de Bengoa. Y así lo hace el tradicionalista Eulogio Serdán:
Noche de inquietud fue aquella para muchos vitorianos. Con buen sentido y con instinto patriota calificaban de descabellado el proyecto de tal viaje, y […] se dispusieron a la protesta armada como único medio de impedir la marcha del Jefe del Estado. El alba no apuntaba. Se preparaban los coches para la regia expedición. Los rumores protestantes se acentuaron. Las voces y los gritos del paisanaje tomaban cuerpo e ínterin palafreneros y servidumbre enganchaban los carruajes, gritos ensordecedores de ¡Viva España! ¡Viva Fernando VII! resonaron con estrépito, mezclados con otros depresivos para la altiva Francia, sus orgullosos soldados y su ambicioso Emperador. ¡Que no marche! ¡Que no se vaya! tal era el clamoreo insistente del pueblo vitoriano30.
50Este comportamiento patriótico, precedente del mostrado por el pueblo madrileño unos días después, colocaba a Vitoria y a los vascos en la vanguardia del impulso patriótico representado por esta guerra, que había posibilitado el resurgir del carácter nacional (tal era el relato común en estas narraciones). Un comportamiento que culminaba en la batalla de Vitoria. Libros, folletos e innumerables artículos de prensa relataron, en los años del Sexenio y la Restauración, la desastrosa retirada del ejército de José Bonaparte y su batida por los generales Lord Wellington y Miguel Ricardo de Álava en el extrarradio de la capital alavesa. Del cuidado de la memoria de este glorioso hecho patrio se ocuparon periódicos, cronistas y literatos de éstas —especialmente, por razones obvias, alaveses—. Así, Manuel Díaz Arcaya y Ricardo Becerro de Bengoa se vieron impelidos a fijarse en este episodio terminal que sintetizaba los principales contornos del mito creado en torno a esta «guerra patria», trasladándolo incluso a la arena poética31 (fig 3).
51La batalla de Vitoria, culminada con la de San Marcial, en Irún, representa el cierre del relato mítico de la Guerra de la Independencia en el espacio público vasco del último tercio del xix. Este relato ha tenido como insistente sustento una figura simbólica de gran fuerza emotiva: el pueblo. El vecindario de Bilbao, San Sebastián y Vitoria, igual que el de Irún o el de Durango, representaba, con sus singulares glorias, el pueblo español y, como tal, la nación. Así era como el ciudadano de la periferia étnica participaba en la fabricación de la nación. Y lo hacía, además, no sólo leyendo las glorias pasadas que, hechas memoria local, comunicaban ésta y le permitían «personalizar» la identidad nacional mediante la prensa, la oratoria pública, la publicista y la producción literaria y académica. Lo hacía, también, movilizándose y actuando de forma colectiva en esta celebración de la memoria local para sentirse, así, nación. De esta forma, la memoria local, y su relato de mitos e imágenes, articulado en símbolos, convertía esta abstracción política en identidad colectiva.
52«En realidad todos somos regionalistas», diría aquel que más hizo por reinventar la nación como memoria colectiva nacida de la Guerra de la Independencia. Y es que Madrid, afirmaba Benito Pérez Galdós, no era ese referente de síntesis que el nacionalismo unitarista pretendía mostrar, en contraposición al de la periferia regionalista:
Creo que Madrid no es la capital espiritual, compendio del sentir y pensar de un pueblo, como no es capital geográfica, por carecer de condiciones físicas […]. Creo que con igual acierto se pueden imaginar y componer grandes obras de verdadera trascendencia nacional, aquí o en cualquiera de los reinos, provincias y lugares de nuestra hilvanada nación; porque en todas las partes del territorio hay algo que es común a cuantos en él vivimos; porque la síntesis nacional existe, aunque se esconde a nuestras miradas, y si en nuestras virtudes no sería fácil descubrirla, seguramente en nuestros defectos la descubriríamos32.
53Aquejado un tanto de ese patriotismo autoconmiserativo tan bien radiografiado por José Álvarez Junco en su ya clásico Mater dolorosa, lo que Galdós decía a cuenta de la literatura y su sentido patriótico era ampliable al conjunto de la representación de la nación en la España de la época, incluyendo, obviamente, su periferia étnica. Álava, Vizcaya y Guipúzcoa reivindicaban su derecho a formar parte de esa «guía espiritual de España» que encabezaba Madrid, de la mano de sus prósperas urbes.
Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos.
54Así cuenta Italo Calvino el potencial evocador de la ciudad y del espacio local que articula. Y en la periferia vasca de la «pobre España» decimonónica, esas palabras, deseos y recuerdos constituyeron buena parte de la materia imaginaria que, en forma de memoria colectiva, urdió la nación33.
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Notes de bas de page
1 A. Confino, «Collective Memory and Cultural History»; B. Anderson, «Comunidades imaginadas», pp. 29-30, 43, 46-48, 61-63; J. K. Olick, «Memoria colectiva y diferenciación cronológica»; G. Eley, «Nations, Publics, and Political Cultures», pp. 289-290. Me he preocupado por subrayar esta dimensión del nacionalismo de Estado decimonónico y su vigencia en el País Vasco de la época, en F. Molina Aparicio, La tierra del martirio español, pp. 48-49 y 134-135; «Modernidad e identidad nacional», pp. 149-151y «La disputada cronología de la nacionalidad».
2 J. Stevens, Reproducing the State; M. Hechter, Containing Nationalism, D. Brown, Contemporary Nationalism. Esta concepción obliga a la superación del tradicional mecanismo de lectura dicotómica del nacionalismo político o cívico frente al cultural o étnico. Una evolución desde la aceptación de este modelo dicotómico a su cuestionamiento es la de R. Brubaker, «Myths and misconceptions in the study of nationalism»; especialmente, respecto de su clásico Citizenship and Nationhood in France and Germany.
3 A. Canovas del Castillo, «Discurso pronunciado el día 6 de noviembre de 1882», p. 25. Véase D. Lowenthal, El pasado es un país extraño. La cita final en J. M. Fradera, «Bajar a la nación del pedestal», pp. 23-25. Muestra la nueva orientación de los estudios sobre el nacionalismo español, subrayada en el ámbito (que tanto compete a este trabajo) de la memoria por J. Moreno Luzón, «Nacionalismo español», pp. 12-13.
4 Las referencias citadas son J. K. Olick, «Memoria colectiva y diferenciación cronológica», p. 142; A. Confino, «Collective Memory and Cultural History», pp. 1399-1400; id., The Nation as a Local Metaphor. El caso francés, en A.-M. Thiesse, Ils apprenaient la France; J.-F. Chanet, Lécole républicaine et les petites patries, y, muy especialmente, S. Gerson, The Pride of Local. Otra referencia aludida es M. Grodzins, The Loyal and the Disloyal. Un análisis prolijo acerca de esta dimensión regionalista en el nacionalismo español es el de F. Archilés y M. Martí, «La construcció de la regió com a mecanisme nacionalitzador», pp. 276-295. Su contextualización internacional en X. M. Núñez Seixas, «The Region as Essence of the Fatherland», pp. 483-486 y 490- 494. He defendido esta dinámica regionalista en el País Vasco tanto en los trabajos que he citado en páginas anteriores como, muy especialmente, en «Identidades múltiples, regionalismo y nación española en el País Vasco».
5 C. Rubio Pobes, La identidad vasca en el siglo xix, pp. 113-123 y 177-247, estudia el proceso de fabricación de lo que acertadamente denomina «memoria de la foralidad perdida» por las instituciones provinciales y sus cuerpos de intelectuales pensionados. No comparto su perspectiva «prenacionalizadora» (vasca) de estas propuestas, entiendo que éstas resultan más comprensibles según el modelo propuesto por F. Archilés y M. Martí, «La construcció de la regió com a mecanisme nacionalitzador», pp. 292-294.
6 Remito a F. Molina Aparicio, La tierra del martirio español, pp. 102-110 y 219-247, donde defiendo, además, cómo este relato de la identidad vasca fue adecuado al proceso histórico de construcción del Estado nacional.
7 M. Artola, «Evolución de la idea de nación», pp. 81-82; J. Álvarez Junco, «La invención de la Guerra de la Independencia» y Mater dolorosa, p. 226.
8 F. Molina Aparicio, La tierra del martirio español, pp. 23-29; J. J. López Antón, Arturo Campión entre la historia y la cultura, pp. 52-54; A. Cánovas del Castillo, «Introducción», p. xlviii.
9 J. Gómez de Arteche, La Guerra de la Independencia; M. J. Dana, «Bibliografía», La Época, 27 de diciembre de 1873 (fechada en Madrid); C. X. de Sandoval, «Bibliografía», La Época, 20 de mayo de 1876 (fechada en Sta. Cruz de Tenerife). Cursivas mías.
10 D. Miller, On Nationality, pp. 36-37.
11 F. Molina Aparicio, La tierra del martirio español, pp. 237-238.
12 A. Cánovas del Castillo, «Introducción», pp. xxxii-xxxvii y, especialmente pp. xl-xlvii, donde vincula el comportamiento dubitativamente patriótico de los vascos, sobre el que aporta documentos inéditos franceses de la época, a la compatibilidad de los fueros con el Estado nacional.
13 A. Trueba, «Los vascongados. Observaciones sugeridas por la lectura del libro que con este título ha publicado el Ilmo. Sr. D. Miguel Rodríguez Ferrer», La Época, 18 y 19 de diciembre de 1873. Las reflexiones críticas con la mención que Cánovas hacía a este episodio fueron innumerables: «El prólogo de un libro», Irurac-Bat, 21 de enero de 1876; J. Mañé y Flaquer, «La opinión de un hombre de Estado», El Diario de Barcelona, citado en Irurac-Bat 28 de enero de 1876; J. Herrán, «La cuestión de los fueros», El Noticiero Bilbaíno, 11, 12, 13, 15, 16, 17 y 18 de febrero de 1876. Su folleto fue editado rápidamente: La cuestión de los fueros. Este argumentario patriótico del fuerismo respondía al que había utilizado en su contra el nacionalismo español unitarista, expuesto en F. Molina Aparicio, La tierra del martirio español.
14 J. Gómez de Arteche, Nieblas de la historia patria, p. 2para la citaypp. 69-128 para la cuestión de Guipúzcoa y la Guerra de la Convención. Su segunda edición, corregida, aumentada e ilustrada, fue impresa en el establecimiento tipográfico de Fidel Giró, Barcelona, 1888. Este estudio, además de a Cánovas, respondía a «Un vizcaíno»: «Los fueros vascongados. III», La Época, 2 de enero de 1876.
15 El Ateneo. Órgano del Ateneo Científico, Literario y Artístico de Vitoria, n° 15, tomo IV, agosto y septiembre de 1876, pp. 336-337; discurso del senador Aguirre Miramón, Diario de Sesiones de Cortes, Senado, 29 de junio de 1876, pp. 867-868; discurso del diputado Gumersindo Vicuña, Diario de Sesiones de Cortes, Congreso, 14 de julio de 1876, p. 3063. Aquí, de hecho, este congresista vasco oponía expresamente «un célebre prólogo de una obra sobre el país vasco, célebre no sólo por lo que contiene, sino por la respetable autoridad de quien lo escribió» con «otra autoridad no menos distinguida, la del académico de la historia y brigadier del ejército Sr. Arteche, que en su obra titulada Nieblas de la historia patria trata este punto de la guerra entre la República francesa y España en 1795, y prueba hasta la evidencia que nunca han podido dar las provincias de una Nación prueba mayor de virilidad, de amor a la Patria común y de sacrificios heroicos que la que suministraron en aquellos días angustiosos y terribles las Provincias Vascongadas». Más referencias laudatorias: J. Herrán, «A un santanderino», La Paz, 13 de junio de 1876; «A propósito», Diario de San Sebastián, 25 de junio de 1876; «Los vascongados en la guerra de 1794 a 95», Diario de San Sebastián, 2 de julio de 1876; J. M. de Angulo, La abolición de los fueros e instituciones vascongadas, pp. 56-57.
16 Los documentos de Mateo Benigno de Moraza son enumerados y descritos en el catálogo de su archivo personal, realizado por M. Laborde, Centenario de la abolición de los Fueros Vascongados, pp. 15, 99, 114 y 137-140; F. Lasala y Collado, La separación de Guipúzcoa y la paz de Basilea (constituye una colección de documentos justificativos del comportamiento patriótico de los vascos durante esa guerra, fin que expone el autor en las pp. 1-3, 9-10, 27-28; y, especialmente pp. 101- 103 donde vincula su obra al esfuerzo de José Gómez de Arteche y del vizcaíno Fidel de Sagarmínaga por esclarecer estos sucesos) y Última etapa de la unidad nacional, pp. 1-34 y 73-106 (donde reflexiona sobre la idea de patria y nación, el lugar del País Vasco en ésta, y el papel de los vascos en las guerras de la Convención e Independencia, confesando, de paso, cómo elaboró la obra en respuesta a las acusaciones de antipatriotismo que su pueblo había sufrido con ocasión del episodio de 1795). La labor publicística de Ladislao de Velasco en L. de Cola y Goiti, «Castilla yVasconia», El Norte, 9 de febrero de 1886. Este erudito alavés había publicado, previamente, uno de los muchos estudios laudatorios que durante la Restauración se elaboraron acerca del pueblo vasco y sus glorias patrias: L. de Velasco, Los euskaros de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya. Otras reflexiones de la prensa vasca, posteriores a la polémica foral, acerca del episodio convencional en, por ejemplo: «Historia contemporánea», El Noticiero Bilbaíno, 12 de octubre de 1880. Otro estudio citado es el de A. M. Arguinzoniz, Sinopsis histórica de la Villa de Durango; en su p. 64 se hace referencia a la actitud de los durangueses durante la Guerra de la Convención. La otra obra aludida es R. Becerro de Bengoa, El libro de Álava.
17 R. Becerro de Bengoa, El libro de Álava, pp. 99-100 (cursiva mía).
18 Ibid, pp. vii y xi-xii (cursiva mía).
19 D. Miller, On nationality, pp. 22-26. En la p. 11 subraya la multidimensionalidad de esta identidad y su consiguiente potencial canalizador dual o múltiple: vasca y española, escocesa y británica, y más allá, local, comarcal, provincial, regional y nacional. El respeto a la memoria de la nación también en Y. Tamir, Liberal Nationalism, p. 29.
20 F. Molina Aparicio, La tierra del martirio español, p. 114;A. P. Cohen, «Personal nationalism», pp. 801-802 y 806.
21 J. Gómez de Arteche, «La misión del Marqués de Iranda en 1795», Euskal-Erria, t. XXVIII, 1893, pp. 259 sqq.; J. G. Garrido, «El pueblo bascongado», Euskal-Erria, t. XXV, 1891, pp. 16-18.
22 «¡31 de agosto de 1813!», Diario de San Sebastián, 31 de agosto de 1876; N. de Soraluce, Memoria acerca de las célebres sesiones de la Casa-Aizpurua, pp. 4 y 10-13. La lápida de mármol, empotrada en la casa Aizpurua, estaba coronada por un ave-fénixy flanqueada por dos secciones que databan esas sesiones y la inauguración del monumento. Soraluce trató de que, en su texto alusivo al «patriotismo», la placa hablara de «hijos», concepto capital en el mecanismo del recuerdo colectivo, y no de «ediles», pero el patriotismo municipal impuso su sensibilidad «corporativa» (p. 12) En la jornada participó la ciudadanía donostiarra y de los pueblos cercanos, según relata Soraluce en las páginas citadas así como J. Mañé y Flaquer, «El oasis», pp. 161-162.
23 «El capitán Pouver», Euskal-Erria, t. XIII, 1885, pp. 175-76; F. de Sagarmínaga, El gobierno y régimen foral del Señorío de Vizcaya; «Bibliografía», La Unión Vasco-Navarra, 10 de julio de 1892; M. Basas, Diccionario abreviado de las calles de Bilbao, p. 225.
24 «El dos de mayo», El Noticiero Bilbaíno, 2 de mayo de 1876 (entrecomillado en original); «¡Dos de mayo!», El Noticiero Bilbaíno, 2 de mayo de 1882; «El dos de mayo en Bilbao», El Noticiero Bilbaíno, 4 de mayo de 1887; C. Demange, El Dos de Mayo, pp. 194-204.
25 «¡Dos de mayo de 1808!», El Diario de San Sebastián, 2 de mayo de 1876; «El dos de mayo y nuestra independencia», El Anunciador Vitoriano, 2 de mayo de 1882.
26 «El dos de mayo», La Paz, 2 de mayo de 1877.
27 «Los patriotas», La Voz de Guipúzcoa, 3 y 4 de octubre de 1889 (en donde este órgano republicano mantiene con el integrista El Fuerista una agria polémica sobre el patriotismo del 2 de mayo y la figura de los afrancesados); «Dos de mayo de 1808», La Voz de Guipúzcoa, 2 de mayo de 1885; «El Noticiero Bilbaíno a los héroes de la independencia», El Noticiero Bilbaíno, 2 de mayo de 1877; «Otra carta del Sr. Egaña», El Noticiero Bilbaíno, 12 de mayo de 1881; «Hoja literaria… Ingeniosa Caridad», El Noticiero Bilbaíno, 6 de diciembre de 1886; «Ingeniosa caridad», El Norte, 3 de junio de 1887; M. Díaz de Arcaya, Ingeniosa caridad. Un vasco, Fernando, abre esta obra teatral con un lamento por la patria ocupada por el francés: «¡Pobre patria! […] ¡Cinco años ha que peleas por tu independencia santa, hace cinco años que vences y eres vencedora esclava!» (p. 7). Y este mismo vasco la cierra con estas otras palabras: «Que el perdón de las traiciones sea el fin de esta campaña; y que sepan las naciones, que en la lid somos leones y al vencer hijos de España [todos se dirigen al fondo mientras cae el telón]», (p. 37). Los aplausos posteriores del público, con tal final catártico, pueden imaginarse…
28 R. Becerro de Bengoa, El libro de Álava, p. 102; «Los alaveses en la guerra de la Independencia», El Anunciador Vitoriano, 3, 10, 14, 17, 21, 24, 28, 31 de julio y 4, 7, 11, 14 de agosto de 1892.
29 R. Becerro de Bengoa, El libro de Álava, pp. 102-103.
30 E. Serdán, Vitoria, pp. 252-253.
31 «El día 21 de junio de 1813 en los campos de Vitoria», El Anunciador Vitoriano, 21 de junio de 1884; R. Becerro de Bengoa, El libro de Álava, pp. 106-113; E. Serdán, Vitoria, pp. 286-346. Alusiones poéticas al episodio en M. Díaz de Arcaya, Sueños del alma, pp. 16-20; id., «La batalla de Vitoria», El Noticiero Bilbaíno, 21 de septiembre de 1896; R. Becerro de Bengoa, Romancero alabés, pp. 356-363.
32 B. Pérez Galdós, «Contestación [a Pereda]», en «Discursos leídos ante la Real Academia Española», p. 233.
33 B. Pérez Galdós, «Guía espiritual de España», pp. 179-192; I. Calvino, «Nota preliminar» a Las ciudades invisibles, p. 16.
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Universidad del País Vasco
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