Espejos del alma
La evocación del ausente en la escritura epistolar áurea
p. 67-80
Texte intégral
1Afirmaba el clérigo portugués António Vieira en uno de sus sermones, predicado en 1669, que el mejor retrato de cada uno es aquello que escribe, pues mientras que el cuerpo se retrata con el pincel, el alma lo hace con la pluma1. Ciertamente, entre las cualidades casi mágicas que encierra la escritura epistolar, además de su capacidad para salvar distancias, se encuentra también el poder de recrear una imagen del autor en la mente del destinatario. La carta se convierte entonces en una representación consciente de un yo que escribe, influido por la existencia de un tú que recibe y lee la misiva. Así, aspectos como el empleo de tratamientos no acordes con las convenciones de la época, el trazo descuidado de las letras o la no adecuación de la correspondencia a las normas epistolares podían transmitir una imagen desafortunada del autor. No es de extrañar, por tanto, que el escribir una carta se considerara en el Siglo de Oro una tarea complicada, que implicaba una gran responsabilidad, si de ella dependía lograr o mantener el favor del destinatario. A lo largo de estas páginas se pretende rastrear el concepto de carta, entendida esta como un autorretrato de su autor, pero igualmente como un retrato de aquel a quien iba dirigida. Se tratará, además, de identificar qué elementos se empleaban para configurar esa doble representación, subrayando la importancia que alcanza en la correspondencia la figura del otro en la Edad Moderna, especialmente en la tratadística epistolar, un género que surgió para dictar normas precisas sobre la manera correcta en que debían escribirse las cartas2.
LA CARTA, ENTRE EL AUTOR Y EL DESTINATARIO
Pero he aquí la carta, que aporta otra suerte de relación: un entenderse sin oírse, un quererse sin tactos, un mirarse sin presencia, en los trasuntos de la persona que llamamos, recuerdo, imagen, alma. Por eso me resisto a ese concepto de la carta que la tiene por una conversación a distancia, a falta de la verdadera, como una lugartenencia del diálogo imposible3.
2Desde antiguo, la correspondencia ha sido definida como una «conversación entre ausentes», un diálogo imposible confiado a la escritura, en el que la voz queda impresa sobre el papel. Sin embargo, el poeta Pedro Salinas, en su apasionada defensa de la carta misiva, advertía que, aun cuando esta pudiera concebirse en clave dialógica, había diferencias sustanciales entre ambas formas de comunicación. Si la correspondencia puede asemejarse a una conversación, esta se produce diferida en tiempo y lugar, pues las coordenadas espaciales y cronológicas en las que se sitúan remitente y destinatario son muy distintas. La escritura epistolar permite reconciliar dos mundos separados: el mundo del autor y el mundo del destinatario, tendiendo un hilo «entre el aquí del lugar de la emisión y el allá del lugar de la recepción, entre el ahora o el presente de la escritura y ese tiempo distinto que es el de la lectura»4. Además, ese diálogo por escrito que permiten mantener las cartas se produce en soledad, en unas circunstancias de privación del otro, de modo que aquellas no tienen por objeto tan solo hacer viajar palabras a través de la distancia, sino también transmitir la imagen de quien las pronuncia.
3En ese sentido, el género epistolar constituye una escritura de «ficción», que juega a hacer desaparecer el distanciamiento espacial y cronológico entre sus protagonistas, recreando un tiempo y un espacio idénticos tanto para quien escribe como para quien recibe la misiva, aunque irreales5. Las cartas producen así, mediante estrategias textuales, un efecto de inmediatez y de presencia del ausente6. Y, precisamente, en esa dimensión de lo ficticio, de lo ilusorio, autor y destinatario deben comprometerse a aceptar y cumplir las reglas del juego. De acuerdo con la teoría del pacto autobiográfico elaborada por Lejeune, Guillén afirmaba que la correspondencia debe entenderse como un pacto entre sus dos protagonistas: ese acuerdo se basa en un reconocimiento mutuo, en la aceptación por parte del destinatario de la necesaria vinculación del «yo textual» de la carta con el yo del autor. De igual modo, el remitente debe ser consciente de la existencia de un lector real que coincide con el «tú textual». Esa identificación recíproca se ve facilitada por un conocimiento previo entre ambos, por un mundo de referencias comunes y de situaciones compartidas que acercan a uno y otro7.
4En consecuencia, la escritura epistolar se caracteriza por esa fuerte inte racción que acontece entre autor y destinatario. Son las cartas una de las manifestaciones más evidentes del escribir subjetivo y existencial8, pues en ellas el sujeto de la escritura se construye a sí mismo de manera inconsciente, fruto de una autorreflexión natural, pero también de forma deliberada, tratando de transmitir a través del papel una imagen intencionada. Al mismo tiempo, la figura del otro condiciona la redacción epistolar hasta tal punto que, como sostiene Plummer, las historias narradas en las cartas habrían sido totalmente distintas si se hubieran enviado a otros destinatarios9. Estos ejercen su influencia sobre la escritura de la carta porque el autor, a pesar de la lejanía, siente su presencia y elabora el discurso calculando sus posibles reacciones, anticipándose a sus posibles respuestas10.
5Se traza así mediante la correspondencia un autorretrato de quien escribe, pero también un retrato de quien se espera que lea la misiva. Por medio de las cartas se puede descubrir de manera más o menos velada la imagen que el autor tiene del destinatario, cómo lo percibe y cómo se construye esa subjetividad del otro, en ocasiones no en un ambiente de libertad, sino dependiendo de los intereses que motivaran el intercambio epistolar.
CARTAS Y RETRATOS: LA FORMULACIÓN DE UN TÓPICO EPISTOLAR
6La consideración de la carta como un retrato fiel de quien la escribe remonta sus orígenes hasta la Antigüedad clásica. El tópico aparece por primera vez en un breve tratado griego sobre el estilo, el De elocutione, atribuido a Demetrio Falereo, cuya fecha de composición se sitúa en un período comprendido entre los siglos III a. C. y i d. C. Es esta la única obra teórica antigua que ha sobrevivido al paso del tiempo en la que se hace mención de manera extensa a la correspondencia. Según Demetrio, la carta aventaja a cualquier otro género en la capacidad para transmitir una imagen precisa del emisor, que revela su alma en cada una de las misivas que redacta11. Hay autores que subrayan la importancia de esta identificación entre carta y retrato para explicar el auge alcanzado por la escritura epistolar durante la época romana, considerada la mejor representación de la personalidad del remitente, de sus virtudes, de sus defectos, e incluso de su estado de ánimo12. En esa fuerza evocadora del otro y en el poder de las misivas para hacer desaparecer la lejanía que envuelve a ambos corresponsales incide con frecuencia el epistolario ciceroniano: «Te he visto por entero en la carta», le dice Quinto a su hermano Cicerón en una de las epístolas ad familiares13.
7En este mismo sentido, Séneca las convierte en un instrumento fundamental para poder mantener vivo el recuerdo del ausente frente al olvido que impone la distancia, y mitigar la tristeza provocada por la separación del ser querido. Mucho más poderosas resultaban para tal fin las cartas que los retratos, pues el reconocer la letra del otro dibujada sobre el papel traía consigo su presencia:
Si los retratos de los amigos ausentes nos resultan gratos porque renuevan su recuerdo y aligeran la nostalgia de su ausencia con falaz y vano consuelo, ¡cuánto más gratas nos resultan las epístolas, que nos procuran las huellas auténticas del amigo ausente, sus auténticos rasgos! Porque la mano del amigo impresa en la epístola brinda lo que sabe muy dulce en su presencia: el reconocerlo14.
8La recuperación de los textos clásicos que se produjo a lo largo del Renacimiento supuso la reaparición del tópico con la misma fuerza expresiva e idénticas implicaciones retóricas que en el Mundo Grecorromano. Pero será en una misiva del humanista Pico della Mirandola donde esta comparación alcance una nueva dimensión, siendo formulada con un mayor detalle y puesta en relación con otros lugares comunes propios del género epistolar. Se insiste en la facultad de las cartas para vencer los «agravios geográficos y temporales» infligidos a autor y destinatario, aunque esa equivalencia inmediata entre epístola y retrato es matizada, estableciendo algunas diferencias entre ambos: mientras que el pincel dibuja el cuerpo, la apariencia física y exterior del remitente; la pluma, más hábil, traza el alma, capta lo íntimo, creando un espacio de confianza más estrecho que el proporcionado por el contacto real, en el que se comparten secretos y se pronuncia abiertamente aquello que no nos atreveríamos a decir en persona, mirándonos a los ojos.
Juzgas bien, Paolo. Carteémonos a menudo, y pues estamos separados por la distancia, que el intercambio de epístolas nos una. Suele aliviar la nostalgia del ausente tener a mano en casa alguna estatua o imagen suya. La diferencia entre un retrato y una epístola me parece que es la siguiente. Esta representa el alma, aquel el cuerpo. Aquel dibuja lo exterior, esta expresa y reproduce con claridad lo íntimo. Aquel es como la túnica y el vestido del amigo, esta nos presenta al propio amigo. Aquel imita hasta donde es posible la carne, los colores y la figura; esta le transmite al amigo ausente, con absoluta fidelidad, los pensamientos, las intenciones, los sufrimientos, las alegrías, las preocupaciones, y en definitiva todos los afectos y secretos del alma de los que apenas uno habla cuando está presente. En suma, este es un remedo vivo y eficaz, aquel uno muerto y mudo. Así que intercambiemos con frecuencia estos retratos del alma: tú, en lo posible, áureos o al menos argénteos, yo de bronce o de arcilla. De esta forma superaremos cualquier ofensa geográfica o temporal, como si el propio espíritu no se apercibiera de las distancias o de las demoras15.
9Ya en los albores del siglo XVI veían la luz en la veneciana imprenta de Aldo Manuzio los Expetendorum et fugiendorum de Giorgio Valla, donde se dedicaba todo un capítulo a reflexionar sobre las características del género epistolar, incluyéndose en él la misma definición que de la correspondencia había expuesto Demetrio Falereo16. Unos años más tarde, hacia 1536, era Luis Vives quien aludía en su De conscribendis epistolis a la facultad de la escritura epistolar ya no solo para reproducir la imagen de su autor, sino también su voz, puesto que las cartas debían convertirse en un retrato lo más aproximado posible a las charlas y diálogos familiares17.
10Sin duda, la época moderna ahondó en el concepto de la carta como un reflejo del otro, del ausente. Los autores de los manuales epistolares que surgieron a lo largo de los siglos XVI y XVII, tanto de los que se concibieron como meros formularios como de los que buscaron una mayor profundidad teórica, no quisieron dejar pasar la oportunidad de definir el objeto de su obra, recurriendo de nuevo a ese topos epistolar en su particular enumeración de las características que individualizaban el género. Los tratadistas áureos repararon, inspirados por los clásicos, en que era la separación de familiares y amigos el motivo que había propiciado la aparición de la escritura epistolar. Aun cuando ese mal de la distancia parecía tener como único remedio posible las cartas, se desprendía de los modelos epistolares propuestos en estas obras una preferencia por la «voz viva», que permitía contemplar el rostro del interlocutor e interpretar sus gestos, una variedad de significados que difícilmente podía extraerse de la letra inerte18. La carta se concebía entonces como un sustitutivo para aliviar la nostalgia, construyendo una imagen de su autor que no podía aprehenderse con la vista, sino con el alma. Gaspar de Tejeda, en su advertencia sobre algunos de los vicios que, a su juicio, debían ser desterrados para siempre de la práctica epistolar, justificaba el especial cuidado que había de ponerse en la redacción de una carta, pues a través de su lectura se podían descubrir la personalidad y los conocimientos de quien escribía19. En una de sus imaginarias epístolas, el propio Tejeda alababa la habilidad que demostraba el destinatario para ofrecer una imagen de sí mismo mediante sus misivas, «en las quales sabeys retrataros tan al proprio que traygo conmigo esculpida la ymagen de vuestra gran virtud embuelta en una carta»20.
11El empleo del tópico saltó en la Edad Moderna de la tratadística epistolar a otra suerte de obras en las que de forma tangencial se aludía al género de la correspondencia. Iguales consideraciones a las que venían vertiéndose desde antiguo inundaban cualquier reflexión que sobre la carta se realizara en la época. Así, el jerónimo portugués Héctor Pinto recogía en el tercer diálogo de su Imagen de la vida christiana una descripción de las propiedades de la escritura epistolar muy similar a la que algo más de un siglo antes había hecho Pico della Mirandola. Esta establecía los elementos que distinguen la imagen del autor escrita sobre papel y pintada sobre tabla, abogando por la mayor expresividad de la carta en la representación del ausente:
… porque tienen esta condición las cartas de los buenos amigos, que no solamente cevan los ojos, más aún recrean el coraçón, y sobrellevan qualquiera soledad triste, para que se pueda mejor sufrir. Acostumbran algunas personas a tener en sus cámaras la imagen y retrato de las personas que mucho aman para remedio de la memoria engendrada del amor y de la ausencia. Yo en lugar de retrato tengo vuestras cartas, y paréceme que ay esta diferencia entre la imagen y la carta, que la imagen representa el cuerpo del amigo, y la carta el ánimo, por lo qual tengo por más expresiva y excelente imagen la escriptura en papel que la pintada en tabla: la imagen muestra lo exterior y la letra lo interior, la una matiza las faciones y la otra los pensamientos, la una la color y la otra el coraçón21.
12Pero unos y otros, retratos escritos y retratos pintados se aliaron en ocasiones para intensificar sus respectivas fuerzas evocadoras. Fue frecuente en los círculos cortesanos que acompañando a las cartas se enviara un retrato del autor, como si se quisiera realzar la facultad de representación de la escritura epistolar y completar las carencias de las que uno y otra adolecían, para poder reconstruir fielmente en la mente del destinatario la imagen del emisor, uniendo la apariencia externa con el esbozo de su intimidad, de pensamientos y sentimientos. Se lograba de esta manera una doble percepción sensitiva, aprehendiendo lo exterior con la vista y lo interior con el alma. Cartas y retratos sirvieron, por tanto, para sustituir en la distancia la conversación privada y el contacto personal, asegurando a sus remitentes que su presencia iba a ser doblemente sentida22.
13Volviendo de nuevo a la preceptiva epistolar, no resulta incomprensible que los principales autores se acogieran a este concepto de las misivas como espejos del alma para justificar la existencia del género, así como para animar a los lectores e incipientes epistológrafos a su uso, si no querían que su correspondencia transmitiera una imagen desafortunada de sí mismos. Sin embargo, este tópico epistolar no aparece únicamente en las definiciones que de la carta proporcionan los teóricos, sino que, como vimos antes en el manual de Tejeda, también se incluye en los modelos de misivas que ofrecen a los lectores. Ya en el siglo XVII el secretario Gabriel Pérez del Barrio lo introducía en un breve billete pensado para enviarse a un amigo, como muestra de la enorme pena que ocasionaba su ausencia, más prolongada de lo deseado:
Mucha ayuda de consuelo nos dio a los ausentes esta invención y arte del escribir, pues las cartas familiares son respiración de ausentes y medicina del ánimo, que los recrean como su retrato a la vista. Quánto más deseo la de v. m. más se va dilitando, de que tengo el sentimiento que es razón. Suplico a v. m. que en el entretanto que llega este día me ocupe en cosas de su servicio, que el gusto de acudir a ellas esforçará la esperança hasta gozar del consuelo de besar sus manos. Guarde N. S. a v. m. Etcétera23.
14Quizás, quien mejor advirtió ese potencial heurístico que encierra la carta fue el boloñés Camillo Baldi, que a mediados del xvii compuso un pequeño tratado en el que pretendía demostrar a lo largo de sus páginas cómo a través de la lectura de una misiva podían descubrirse la «naturaleza y cualidades del escritor»24. Ante esta indiscreción de la que hacía gala la correspondencia, no es de extrañar la preocupación que suscitaba en las gentes de la época la escritura epistolar.
LA FIGURA DEL OTRO: ENTRE LO VISIBLE Y LO INVISIBLE
15Retomando los preceptos clásicos, recomendaba Antonio de Torquemada en su Manual de escribientes (circa 1552) que antes de comenzar a escribir una carta su autor se planteara una serie de cuestiones previas, que habían de guiarle en su redacción para evitar que esta resultara confusa y errática. Quién, a quién, por qué, qué, cuándo y de qué manera eran las preguntas, como si de un borrador se tratara, que debía poner en su entendimiento todo aquel decidido a tomar la pluma. Sin duda, ese «a quién» constituía el aspecto que más había de tenerse en cuenta, pues el tipo de misiva elegido, su extensión y estructura, el tono y el estilo empleados, así como su contenido, dependían de la condición y estado del destinatario. Pero tampoco el autor debía perderse de vista a sí mismo: uno y otro se construían sobre el papel en función de la distancia social que les separaba y del grado de familiaridad y confianza existente entre ambos. Siguiendo a Torquemada, el reconocimiento por parte del remitente del lugar que le correspondía en el estricto orden jerárquico de la época exigía de grandes dosis de modestia y humildad, lo que no solía ser frecuente en una sociedad cortesana más basada en apariencias que en realidades, especialmente cuando se trataba de admitir la superioridad del otro:
… conviene a los que escrivieren conoçerse primero a sí mesmos, y quién son, aunque esto sea muy dificultoso, según la çeguedad y sobervia que todos tenemos en pensar que valemos y mereçemos tanto como aquellos a quien escrivimos, mas con aver tantos estados y forçados será al que escriviere que mire qué estado y condiçión es la suya, y si es ynferior de aquel a quien escribe, para acatarle y reverençiarle con palabras en que reconozca la superioridad o valor25.
16La carta debía entonces mostrar, principalmente a través del tratamiento dispensado al destinatario en las partes más visibles de la misma —el encabezamiento y el sobrescrito— la aceptación del orden social y de la posición que en él ocupaban ambos interlocutores. Así, los manuales epistolares sintieron siempre una gran preocupación por los títulos y cortesías que debían utilizarse en la correspondencia, que, tal como sostenía Pérez del Barrio, habían de ajustarse a la «grandeza y el estado de la persona a quien [se] escrive»26. A lo largo de sus páginas recopilaron cuidadosamente los tratamientos acostumbrados, que fueron dispuestos de una manera jerarquizada, reflejando la estructuración social propia de la época. Se pretendía auxiliar a los lectores en una cuestión tan complicada y que generaba no poca confusión en el escribiente, hasta tal extremo que muchos desistían de su empeño por no saber qué fórmula era la más apropiada. En verdad, el más mínimo error podía juzgarse no solo como una muestra de ignorancia, sino además como una grave falta de respeto, provocando el enojo del destinatario, con la consiguiente pérdida de favor por parte del remitente y la frustración de todos los asuntos que se hubieran encomendado a la misiva. Al respecto, Lucas Gracián Dantisco recogía en su Galateo Español la siguiente anécdota, acontecida a un «gentilhombre»:
… escriviendo a un particular una carta con el título de «muy Magnífico Señor», que era el que le pertenecía según su estado, le respondió paresciéndole poco por no haver puesto «Ilustre», que sabía poco de cortesía pues le ponía aquel título. A lo cual replicando el cortesano con otra carta le dexó la cortesía en blanco, diziendo: Ponga vuestra merced en esse vazío la cortesía que fuere servido, que ya yo se la envío en blanco firmada de mi nombre27.
17En caso de duda, siempre se podía optar por pecar de exceso que de moderación, hasta estar bien seguros de no quedarse cortos en cuestión de dignidades. Sin embargo, con esta postura se corría el peligro de que cortesías tan exageradas se consideraran demasiado lisonjeras, interpretándose como falsa adulación. Así, durante el primer siglo de la Edad Moderna se había producido una «escalada inflacionista» en los títulos, cada vez más afectados y alejados de su auténtico significado, lo que había despertado un sinfín de voces críticas, obligando a intervenir a Felipe II28. En 1586, ante semejante desorden, el monarca se vio obligado a dictar una pragmática en la que se recogían los tratamientos y cortesías que debían guardarse, tanto por escrito como de palabra, en un intento de poner remedio a los abusos cometidos, imponiendo una mayor sencillez en los títulos y restringiendo su uso29. Llegados a esta situación, podía suceder incluso que una cortesía equivocada conllevara la condena a prisión del atrevido o inexperto autor de la misiva. Fue esto mismo lo que le ocurrió al sevillano Pedro López de Portocarrero, que utilizó el sobrescrito de una carta remitida al marqués de Tarifa no únicamente para contravenir, a sabiendas, la norma regia, sino también para hacer mofa de ella:
… hizo castigar el Rey a algunos de su cámara y casa, y traer de Sevilla preso un alcalde della a don Pedro López de Puertocarrero, marqués de Alcalá, de sesenta años de edad, con cuarenta arcabuceros a la Mota de Medina del Campo, porque en el sobrescrito de una carta que escribió al Marqués de Tarifa, puso «Al Ilmo. Sr. El Marqués de Tarifa, mi señor, aunque pese al Rey nuestro señor». Mostróla el Marqués al Cardenal de Sevilla y a don Jerónimo de Montalvo, alguacil mayor, y a otros, por quien tuvo el aviso en la Corte, y porque el de Tarifa recibió la carta, le pusieron con guardas en la Torre del Oro de Sevilla30.
18Vistas las consecuencias que podía acarrear una mala elección, resulta lógica esa obsesión por encontrar el tratamiento más acorde con la relevancia social de aquel a quien se dirigía la misiva. No obstante, este interés en materia de cortesías no se limitó únicamente a la búsqueda de las palabras oportunas, de la fórmula exacta, sino que se extendió también a su correcta colocación física sobre el papel. Como afirma Petrucci, la escritura posee una dimensión figurativa que transmite un mensaje más allá incluso de aquello que está escrito31. En este mismo sentido, en la correspondencia entran en juego toda una serie de elementos no verbales que expresan igualmente la deferencia y el respeto que merece el destinatario. Así, los espacios en blanco que se insertan entre las distintas partes de la carta poseen una importante función semiótica, testimonio no solo del estatus del ausente al que se escribe, sino también de la posición en la que sitúa el remitente respecto a él32. Esta «escritura invisible» se convierte entonces en una suerte de fórmula reverencial, permitiendo visualizar la situación jerárquica existente entre ambos corresponsales33.
19La introducción vertical de espacios en blanco de mayor o menor dimensión entre el encabezamiento de la misiva y el cuerpo de la misma podía mostrar la distancia social que había entre el autor y el destinatario, revelando relaciones de inferioridad, igualdad o superioridad entre ellos. Igualmente, la disposición de la cortesía inicial destacada fuera del texto y centrada horizontalmente implicaba por parte del remitente una cierta actitud de sumisión y obediencia hacia el otro, así como el reconocimiento de su preeminencia social. Esto contrastaba con la familiaridad que se exhibía consignando el tratamiento a línea tirada al comienzo del propio cuerpo de la carta, sin que mediara espacio alguno entre una y otra parte. Estas recomendaciones sobre la administración de los espacios en blanco en la escritura epistolar no resultan tan frecuentes en la manualística castellana como en la de otros países, como Francia o Inglaterra34. A principios del siglo XVI, Tomàs de Perpenyà ofrecía, en su obra Art y stil per a scriure a totes persones de qualsevol estat que sien (1505), algunas indicaciones sobre la distancia más conveniente entre las diversas partes de la carta y el tamaño que habían de tener los márgenes, así como sobre el lugar en el que debía anotarse la cortesía, en función de las dignidades del autor y del destinatario35. Y sin salir de la Península, el portugués Francisco Rodrigues Lôbo, en su Côrte na aldeia e noites de inverno (1619), se refería también a estas cuestiones, aconsejando entre personas de igual condición dejar, antes de comenzar a escribir, un espacio en blanco equivalente a la cuarta parte del papel. Apuntaba, además, que la suscripción no debía estar ni demasiado cerca ni muy lejos del cuerpo de la carta, tan solo algo más abajo del texto y alineada ligeramente hacia la derecha, en muestra de humildad36.
20Más fácil resulta localizar en los formularios de cortesías que se recopilaron de manera manuscrita las principales convenciones visuales sobre cómo debían colocarse sobre el papel encabezamientos y sobrescritos. Observaciones que están presentes también en las numerosas consultas que los secretarios de la época se intercambiaron acerca de las cortesías que debían otorgarse a los mandatarios extranjeros. En 1595 el secretario Jerónimo Gassol advertía a Juan López de Zárate, miembro del Consejo de Su Majestad y secretario del Consejo Supremo de Italia, sobre la forma más apropiada para escribir al papa, desaconsejándole cualquier variación no solo en las fórmulas empleadas, sino también en la disposición de estas sobre el papel: «en lo que toca a la cortesía que se pone en las cartas de Su Santidad sea con los mismos ringlones y palabras que van puestos sin que en lo uno y lo otro aya mudança alguna»37.
21Al igual que títulos y dignidades, el uso del blanco dejaba traslucir las diferencias de estados que existían entre las personas, mostrándose conforme con las convenciones y las normas sociales de aquel tiempo. En ambos casos, la elección de lo que se escribía, como de lo que no, de lo visible y de lo invisible, estaba mediatizada por la figura del destinatario. Precisamente, algunos de los dispositivos que establece esa escritura de lo imperceptible —márgenes, interlineados, etc.— ayudaban al autor a dibujar su autorretrato, buscando agradar con él al destinatario, hacer atractiva a sus ojos la estética de la carta y contribuir a que este se forjara una imagen favorable de quien estaba al otro lado del hilo epistolar38.
ESCRIBIENDO UN RETRATO: LA FIGURA DEL AUTOR
22Sin duda, durante la Edad Moderna, una carta bien escrita, compuesta de acuerdo con las recomendaciones formales y estilísticas, y respetuosa con el orden social vigente constituía la mejor tarjeta de presentación con la que irrumpir en el complejo mundo de la Corte. De una simple misiva podía depender entonces el éxito social de su remitente, existiendo también el peligro de convertirse a causa de ella en objeto de murmuración. No había nada mejor que una carta para desenmascarar al advenedizo, pues, tal como rezaba el refrán, al perfecto cortesano se le conocía en tres cosas: «en refrenar la ira, en gobernar su casa y en escribir una carta»39.
23Los autores de los tratados epistolares áureos quisieron advertir a sus lectores de la posibilidad de que las cartas que escribieran, una vez enviadas a sus respectivos destinatarios, escaparan a su control, pasando de mano en mano y difundiéndose, para bien o para mal, más allá de los protagonistas legítimos de ese pacto epistolar que habían suscrito. Esto fue lo que le sucedió a un imaginario mancebo, salido de la pluma del manualista Gaspar de Tejeda, acerca de una misiva por él escrita, cuyo destinatario decidió «dexarla andar fuera de mis manos por toda la Corte, con grande honrra vuestra, y con admiración, del ingenio que Dios os ha concedido […]»40, lo que le permitió alcanzar una cierta notoriedad.
24Uno de los aspectos de la correspondencia que más podía decir del remitente, tanto en un sentido positivo como negativo, era la letra, no solo el tipo gráfico elegido, sino también el tamaño y grosor de los caracteres, la forma de ejecución, el cuidado puesto en su trazado, la rectitud o inclinación de los renglones, etc. La apariencia de la escritura se convertía así en una especie de huella digital que permitía reconocer, como ningún otro elemento y sin lugar a dudas, al autor de la misiva41. La letra ejecutada de propia mano asumía la representación de la persona, evocando su imagen al lector, de tal manera que tocar y estrechar la carta entre las manos era como acariciar y abrazar al ausente. Pero, al mismo tiempo, la escritura hológrafa se consideraba una muestra de la deferencia y del afecto dispensado al destinatario. Aun cuando la redacción de una carta se confiara al buen hacer de un secretario, se recomendaba siempre añadir unas cuantas líneas manuscritas, dependiendo su número concreto de la estima que le mereciera al autor su corresponsal42. Porque, junto a la propia carta, a la voz y a la imagen que del remitente iban impresas sobre el papel, la escritura hológrafa suponía un regalo más para el destinatario: el del tiempo, el de los minutos u horas que se hubieran dedicado al ejercicio epistolar, a conversar con el otro, con el ausente, sin intermediario alguno.
25Según innumerables testimonios, el estado gráfico de la correspondencia dejaba mucho que desear en la época. Antonio de Guevara, en una de sus Epístolas familiares, hacía referencia a una misiva con los «renglones tuertos, las letras trastocadas y las razones borradas», que parecía haber sido escrita con cuchillos más que con la pluma, lo que dificultaba su lectura hasta tal extremo que su contenido podía permanecer oculto aunque la carta circulara abierta: «Las letras de vuestra mano escriptas no sé para que se cierran y menos para que la sellan, porque hablando la verdad, por más segura tengo yo a vuestra carta abierta que no a vuestra plata cerrada»43. Asimismo, Francisco Rodrigues Lôbo se quejaba de todos aquellos que escribían los renglones tan torcidos que el texto se asemejaba más a un pentagrama con las notas musicales sobre él. Detestaba también que las letras se encadenaran unas con otras mediante los trazos superiores, insistiendo en que la carta debía resultar, ante todo, agradable a la vista:
Que há alguns que escrevem em escadas como figuras de solfa; […], porque há cortesãos que, por afermosearem a letra e facilitarem melhor os rasgos da pena, vão encadeando as letras polas cabeças como sardinhas de Galiza e de maneira confundem a escritura que não há tirar dela o sentido verdadeiro de seu dono, e há cartas bem notadas que, por mal escritas, perdem reputação; o papel seja limpo para nêle empregar fastio a vista […]; a chancela, sutil, por que ao abrir da carta a não ofenda, que alguns a fazem parecer carta rôta antes de lida44.
26Ante el desolador panorama que muchos autores planteaban sobre la apariencia gráfica de la correspondencia, Antonio de Torquemada decidió dedicar en su manual un breve apartado a la letra que debía emplearse en las cartas, para que su lectura no se viera comprometida, y mucho menos la imagen del remitente: «la letra ha de ser de buen tamaño, ni muy grande ni muy pequeña, hermosa, ygual y clara, de manera que se dexe bien leer, las partes, apartadas; y que sea conforme al uso del tiempo y de la tierra donde se escribe»45. La legibilidad de las cartas que escribieran era una de las cláusulas contenidas en los contratos de aprendizaje que los padres suscribían con los maestros de primeras letras a los que encomendaban la educación de sus hijos. Al finalizar su formación, los niños debían ser capaces no solo de escribir una misiva y de hacerlo con la suficiente destreza, empleando los tipos gráficos de la época, sino también de conseguir que sus cartas fueran fácilmente descifrables y no plantearan ninguna dificultad de lectura46.
27Pero en ocasiones la mala letra se consideró una forma de resistencia. Todavía a mediados del siglo XVI, algunos miembros de la nobleza manifestaban su menosprecio por la escritura, vista como una actividad servil, que se realizaba con las manos, ajena a la hidalguía47. De modo que, si había que hacer alguna concesión a los nuevos tiempos y entregarse a su ejercicio, no dudaban en jactarse al menos de su escasa competencia gráfica, como signo de distinción frente a los profesionales de la pluma. Las quejas sobre la peculiar caligrafía de la nobleza resultan muy habituales en la época; por ejemplo, Luis Vives se atrevía a compararla con «escarbaduras de gallina»:
… el vulgo de nuestra nobleza no obedece este precepto, pues piensa que es hermoso y digno no saber formar las letras; se diría que son escarbaduras de gallinas y si no se te dice previamente nunca adivinarás con qué mano las hicieron48.
28Más allá de su aspecto descuidado, de la condición social que revelara, la letra podía convertirse en espejo de las virtudes y defectos que adornaban a su autor. Muy próximo a las incipientes teorías grafológicas, Camillo Baldi afirmaba que era posible conocer toda una serie de cualidades mediante el simple análisis de una carta. Para ello había que tener en cuenta la forma de los caracteres, la velocidad de su ejecución, la disposición rectilínea de los renglones, el modo de distribuir los signos de puntuación… Pero había que ser igualmente precavido y asegurarse de que cualquier variación en la escritura no respondiera a defectos de la pluma o a su propio aprendizaje. También había que desconfiar, siendo conscientes de que la letra podía ir «disfrazada» para que resultara al lector lo más hermética posible y no desvelara ningún rasgo de su autor. Entre los ejemplos que proporcionaba, consideraba que una letra trazada lentamente, con unos caracteres muy desiguales entre sí, colocados sobre renglones ligeramente inclinados hacia arriba, denotaba una personalidad inestable, en ocasiones colérica, en otras pacífica, propia de un hombre proclive a las pasiones, interesado únicamente en la satisfacción de sus caprichos y, por tanto, poco fiable49. La opinión que podía ofrecernos la letra de quien la había trazado sin sospechar indiscreción alguna por su parte podía resultar demoledora. Debía andarse con cuidado entonces y ser prudente, no fuera a ser que cualquier aspecto imprevisto diera al traste con ese autorretrato que con tanto esmero se estaba dibujando pincelada a pincelada.
29Aun cuando la Antigüedad clásica definió el tópico de la carta como un retrato del ausente, fue la Edad Moderna quien profundizó en su significado y lo dotó de un mayor contenido. Las cartas se consideraron a partir de entonces como un espejo en el que podía contemplarse tanto la imagen del autor como el reflejo del destinatario. Ese poder de la correspondencia de evocar presencias a pesar de la distancia situaba a todo aquel que emprendía la redacción de una misiva en una difícil encrucijada: si el remitente debía construirse a sí mismo renglón tras renglón, había de hacerlo siempre dentro de las coordenadas que le marcaba la existencia del otro, del destinatario, quien finalmente debía mostrarse de acuerdo con el esbozo que de él se había trazado en la carta. La tratadística epistolar de los siglos XVI y XVII puso a disposición de los lectores los elementos necesarios para ello, todo un conjunto de estrategias gráficas y textuales que debían lograr que los dos protagonistas del pacto epistolar se reconocieran mutuamente en lo escrito y en lo no escrito. Cortesías, espacios negados a la tinta, letras y renglones grabaron así sobre el lienzo de la carta una doble imagen: la representación del autor y del destinatario. Si la pluma había ganado la batalla a la espada, ahora se había revelado más poderosa incluso que el pincel.
Notes de bas de page
1 Vieira, «Sermón de san Ignacio de Loyola», en Todos sus sermones, p. 9.
2 Este artículo se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación I+D+i Cultura escrita y memoria popular: tipologías, funciones y políticas de conservación (siglos XVI a XX) [ref. HAR2011-25944], bajo la dirección de A. Castillo Gómez, concedido por el Ministerio de Economía y Competitividad.
3 Salinas, 2002, p. 36.
4 Pages-Rangel, 1997, p. 72.
5 Grassi, 1998, p. 6.
6 Violi, 1989, p. 90.
7 Guillén, 1998, pp. 188-190. La teoría del pacto autobiográfico de Ph. Lejeune puede verse en Lejeune, 1975. Sobre esta misma cuestión remito también a Castillo Gómez, 2006, pp. 28-34.
8 Castillo Gómez, 2001a, p. 819.
9 Plummer, 1989, p. 27.
10 Bajtín, 1986, p. 287.
11 «The letter, like the dialogue, should abound in glimpses of character. It may be said that everybody reveals his own soul in his letters. In every other form of composition it is possible to discern the writer’s character, but none so clearly as in the epistolary». Véase Malherbe, 1988, p. 19.
12 Kustas, 1970, pp. 58-59.
13 Cicerón, Correspondencia con su hermano Quinto, 2003, p. 220.
14 Séneca, Las epístolas morales, 1986, pp. 251-252.
15 Carta de Pico della Mirandola a Paolo Cortesi (1486). Recogida en Martín Baños, 2005, p. 500.
16 Valla, Expetendorum et fugiendorum. Véase Trueba Lawand, 1997, pp. 53-54.
17 Vives, «De la redacción epistolar», p. 868.
18 Acerca del papel de la oralidad en la sociabilidad cortesana y su importancia en la cultura nobiliar, véase Bouza, 2003b, pp. 21-65.
19 Tejeda, Segundo libro de cartas mensageras, s. f°.
20 Id., Cosa nueva. Este es el estilo de escrevir cartas mensageras, f° 66v°.
21 Pinto, Imagen de la vida christiana, f° 251v°.
22 Bouza, 2007, p. 154.
23 Pérez del Barrio, Secretario y consejero de señores y ministros, f° 168v°.
24 Baldi, Trattato come da una lettera missiva.
25 Torquemada, Manual de escribientes, p. 176.
26 Pérez del Barrio, Dirección de secretarios de señores, f° 82r°.
27 Gracián Dantisco, El Galateo Español, pp. 134-135.
28 Martínez Torrejón, 1995, p. 99.
29 Pragmática en que se da la orden y forma que se ha de tener y guardar, en los tratamientos y cortesías de palabra y por escrito (1586). Véase Martínez Millán, 1999, pp. 103-133. Ya Pedro IV el Ceremonioso se había preocupado por este asunto, recogiendo en las Ordenaciones de la Casa Real de Aragón (1344) una relación de los principales tratamientos a emplear en la correspondencia con determinadas personalidades, en función de su condición y dignidad. Ordinacions de la Casa i Cort de Pere el Cerimoniós, p. 184.
30 Cabrera de Córdoba, Historia de Felipe II, t. III, p. 1155.
31 Petrucci, 1999d, p. 171.
32 Walker, 2003, p. 309.
33 Sierra Blas, 2003a, pp. 125-128.
34 Remito al respecto a los trabajos de Sternberg, 2009, pp. 66-74 y Walker, 2003, pp. 307-329.
35 Perpenyà, Art y stil per a scriure a totes persones, s. f°.
36 Lôbo, Côrte na aldeia, pp. 36 y 39.
37 Carta de Jerónimo Gassol a Juan López de Zárate sobre el tratamiento que ha de usarse en las cartas al Papa y a personalidades extranjeras, según la orden del Rey. Madrid, 27 de julio de 1595. Biblioteca Histórica de la Universidad de Salamanca (BHUS), ms. 2281, fos 33r°-36r°.
38 Sobre la importancia de los aspectos formales de la correspondencia a la hora de retratar al emisor, véase Castillo Gómez, 2005b, pp. 847-876.
39 Este dicho debió de ser muy conocido en el Siglo de Oro y a él recurren autores como Antonio de Guevara, que lo recoge en una misiva dirigida al comendador Alonso Xuárez: «En tres cosas se conosce el hombre loco o el hombre cuerdo, es a saber: en refrenar la yra, en governar su casa y en escrevir una carta, porque estas tres cosas son tan diffíciles de alcanzar, que ni se pueden con la hazienda comprar ni aún por amistad emprestar». Véase Guevara, Obras completas, 2004, t. III, p. 303. Gaspar Salcedo de Aguirre comienza el prólogo al lector de su Pliego de cartas con este mismo refrán, que debió de tomar de la obra de Guevara: Salcedo de Aguirre, Pliego de cartas, f° 2v°. Asimismo, Gonzalo Correas lo incluye en su recopilación de 1627. Véase Correas, Vocabulario de refranes, p. 329.
40 Tejeda, Cosa nueva. Estilo de escrevir cartas mensageras cortesanamente, f° 98r°.
41 Castillo Gómez, 2005b, p. 862.
42 Bouza, 2001a, p. 138.
43 Guevara, Obras completas, t. III, p. 62.
44 Lôbo, Côrte na aldeia, pp. 40-41.
45 Torquemada, Manual de escribientes, p. 86.
46 Alvarez Márquez, 1995, pp. 63-66; López Beltrán, 1997, p. 50 y Sánchez Herrero, 2010, p. 50.
47 Bouza, 2003a, pp. 63-64.
48 Vives, Los Diálogos de Juan Luis Vives, p. 41.
49 Baldi, Come da una lettera missiva, pp. 23-24.
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