El simulacro del rey
p. 181-205
Texte intégral
1El 15 de agosto de 1663, la fiesta de la Asunción de la Virgen se celebró con toda solemnidad en la ciudad de México. Las festividades incluyeron una misa en la catedral a la que asistieron todas las autoridades. Al concluir la misa, los dos oidores que habían asistido a ella (el virrey no había acudido por estar enfermo) pidieron al corregidor y cabildo de la ciudad que los acompañaran formalmente de vuelta al palacio de la Audiencia. Según los regidores, ellos no tenían obligación de acompañar a la Audiencia cuando no iba el virrey; sin embargo, decidieron hacerlo esta vez para evitar un incidente en público con los oidores. Al llegar a la sala del Acuerdo, el corregidor no pudo evitar mencionar que aunque él y los regidores habían venido con mucho gusto, la ciudad lo había tenido a novedad, pues no era costumbre acompañar a la audiencia. A lo cual uno de los oidores de manera airada le preguntó al corregidor: «¿Dónde está el rey?» Y repitiendo varias veces «Aquí está el rey», añadió a continuación: «Pues si está aquí el rey, aquí se ha de acompañar»1.
2Aunque este incidente se podría considerar como un ejemplo más de las curiosas y supuestamente irrelevantes disputas ceremoniales tan típicas del mundo colonial, la realidad es que las palabras del airado juez mexicano contienen un gran significado político, que si se analizan cuidadosamente nos permiten entender un poco mejor los mecanismos utilizados por la monarquía hispana para gobernar sus dilatadas posesiones ultramarinas. Entre esos mecanismos destacó la proliferación de representaciones, tanto textuales como icónicas, del poder y autoridad imperiales que tenían como fin hacer presente la figura ausente del monarca, además de contribuir a la obtención de la obediencia y sumisión de los súbditos sin tener que recurrir al uso de la fuerza2. Aunque al hablar de las imágenes del poder, tendemos a pensar en pinturas, grabados y esculturas, los monarcas hispanos tuvieron a su disposición imágenes de una naturaleza muy distinta, imágenes no plasmadas en lienzo o en papel, sino de carne y hueso: estas imágenes se hallaban encarnadas en todos aquellos individuos que los monarcas enviaban a gobernar sus dominios americanos, desde el más humilde corregidor hasta el más poderoso de los virreyes, puesto que todos ellos eran concebidos como imágenes del monarca. Fue precisamente esta caracterización de la autoridad como imagen la que hizo posible la «transfiguración» de los oidores, mencionada más arriba, permitiéndoles afirmar que cuando se hallaban congregados en forma de Audiencia el rey se hacía presente en las remotas tierras del virreinato de la Nueva España3. Es este un concepto que se hallaba firmemente asentado en la cultura política de la monarquía de los Austrias y me atrevería a decir que incluso sobrevivió al cambio de dinastía, aunque harían falta estudios más detallados que confirmen esta hipótesis.
LAS MUCHAS IMÁGENES DEL REY
3En un tratado sobre la figura del virrey publicado en Barcelona en 1676, su autor, el jurista catalán Sebastián de Cortiada, se refería al virrey en los siguientes términos:
El virrey es Alter Nos […] porque representa la real persona de S.M. y es otro rey representado […] Por eso tiene el mesmo lugar que S.M. […] se asienta en el mismo solio que S.M. acostumbra de sentarse cuando es presente en la provincia […] y goza de todos los honores, gracias, prerrogativas y privilegios que S.M. usa […] y se le debe la mesma reverencia que al rey, de quien es imagen4.
4Para Cortiada, como para muchos otros escritores políticos de la época, la concepción del virrey como imagen del rey resultaba fundamental a la hora de entender la auténtica naturaleza del poder virreinal, y que servía para explicar el mecanismo de transmisión de la majestad. Rafael de Vilosa, regente del Consejo de Aragón, desarrolló esta idea al intentar demostrar que matar a un virrey constituía un delito de lesa majestad (el tratado de Vilosa era una respuesta al asesinato en 1668 del marqués de Camarasa, virrey de Cerdeña, quien, de regreso al palacio virreinal tras haber visitado una iglesia, fue abatido por varios impactos de arma de fuego). Vilosa no podía dar crédito a las opiniones vertidas por algunos sardos según las cuales asesinar a un virrey, aunque un grave delito, no debía considerarse de lesa majestad5. Para demostrar la enormidad del crimen cometido, Vilosa argumenta en su tratado que el rey y los ministros superiores constituyen una misma persona, ya que éstos últimos, «siendo tan inmediatos a la persona de el príncipe», son considerados como miembros del cuerpo del monarca y por lo tanto «no se puede ofender a éstos sin que se agravie aquél al cual están unidos». Vilosa, en fin, sostiene que los virreyes participan de la majestad regia en cuanto imágenes del rey, ya que la majestad soberana que reside en el rey es comunicable al virrey6.
5Por su parte, Juan de Solórzano, al referirse a la figura del virrey en su compendio sobre el gobierno de las Indias, señala que, debido a la lejanía que separaba las Indias de España, fue más necesario incluso que en otras provincias que los reyes nombrasen «estas imágenes suyas, que viva y eficazmente los representasen, y mantuviesen en paz y quietud» a los habitantes de dichos territorios, y «los enfrenasen y tuviesen a raya con semejante dignidad y autoridad». Solórzano sostiene que la autoridad y potestad de los virreyes es tan grande que sólo se pueden comparar con los mismos reyes que los nombran como sus «vicarios»; y por eso, en Cataluña y en otros lugares los llaman alter nos, «por esta omnímoda semejanza o representación». Y esto es así porque, según él, «donde quiera que se da imagen de otro, allí se da verdadera representación de aquél cuya imagen se trae o representa»7. Matías de Caravantes, canónigo de la catedral de Trujillo en el Perú, resumió con gran precisión todas estas ideas en un tratado que escribió sobre la figura del virrey a mediados del siglo xvii: «Bien podremos decir que el virrey no es distinto de la persona real, pues en él vive por translación y copia con tal unión e igualdad que la mesma honra y reverencia que se debe a Su Majestad se debe a Su Excelencia, y la injuria que se les hace es común a entrambos, como la fidelidad y vasallaje». Caravantes continúa su disquisición afirmando que si al príncipe se le puede considerar como virrey de Dios, su imagen animada, su simulacro, su general vicario y su compañero en el gobierno, «todas estas excelencias se ajustan [al] virrey como a persona que desnudándose de la suya viste la del rey con la mesma potestad aunque limitada en parte por tener Su Majestad en señal de supremo señorío reservadas a su Corona algunas baptizadas con nombre de regalías»8.
6Si todos estos autores estaban en disposición de hacer tales afirmaciones era porque su pensamiento estaba imbuido con la creencia en el misterioso y efectivo poder de las imágenes. No se trataba simplemente de que todos creyesen en la idea, repetida desde la Antigüedad, de que las imágenes producían unos efectos mucho más profundos que las palabras, sino de que la efectividad de las imágenes se hallaba unida a la convicción de que los cuerpos representados en dichas imágenes poseían la condición de cuerpos vivos. Como Leon Battista Alberti ya había afirmado en el siglo xv en su famoso tratado sobre la pintura ésta no sólo hacía presentes a las personas ausentes, sino que también servía de ayuda a la memoria, para inspirar admiración o temor y para excitar a la piedad9. Sin duda, éstas podían ser características de gran utilidad al aplicarlas a las autoridades imperiales. Si los virreyes pudieran construirse como imágenes ambulantes del rey, podrían, sin duda, hacer presente al rey ausente en las lejanas tierras al otro lado del océano; podrían también ayudar a la memoria de los habitantes de las Indias como un recordatorio de su distante y ausente soberano; y, por la majestad que encarnaban, servirían para inspirar admiración por el monarca y excitar a su devoción. Al mismo tiempo, no deja de ser verdad, como Hans Belting ha subrayado, que «en cuanto substitutos de lo que representan, las imágenes pueden servir para provocar tanto manifestaciones públicas de lealtad como de deslealtad10». Esto es algo de lo que los teóricos del imperio español parecen haber sido ciertamente conscientes y que la historia de la Nueva España confirma: mientras que el original (el rey) siempre estuvo más allá del bien y del mal, su imagen (el virrey, pero también el resto de las autoridades regias) podían provocar reacciones tanto positivas como negativas.
7Para finales del siglo xvii, el concepto del virrey como la viva imagen del rey, con todas las consecuencias que ello implicaba, se había convertido en lugar común de la práctica política, como queda claro en otro incidente entre los oidores y regidores de la ciudad de México que tuvo lugar durante la celebración de la fiesta de San Hipólito el año de 1676. Desde 1530, la festividad de San Hipólito se había celebrado cada año el 13 de agosto para conmemorar la conquista de México. Aparte de la misa en la catedral, el acto más importante era el desfile a caballo que se hacía con el pendón de la ciudad, durante el cual el virrey y la Audiencia escoltaban al alférez mayor del cabildo (el encargado de portar el pendón) y a los regidores por las calles de México. Para realzar la importancia de la ceremonia, el alférez mayor desfilaba a la izquierda del virrey, mientras que a la derecha iba el oidor más antiguo11. En 1676, los oidores informaban con gran enojo a la reina regente de que no les bastaba a los regidores de la ciudad de México que dos oidores tuvieran que acompañar al alférez mayor de vuelta a su casa una vez concluido el desfile, aunque el alférez ya no portara el pendón de la ciudad, sino que además pretendían que los oidores se apearan de sus caballos y subieran con él hasta su aposento. Para la Audiencia, pretender que «se hiciese con un regidor, ya sin representación alguna, lo que no permite Vuestra Majestad se haga con Vuestro Virrey, que es viva imagen de Vuestra Real Persona en estos reinos», no sólo era una pretensión «indecorosa e indecente», sino una «monstruosidad»12. La Audiencia aprovecha la oportunidad para recordarle al rey que si el alférez durante el desfile va al lado izquierdo del virrey es porque va portando el pendón, por lo que no parece justo que tengan que acompañarle los oidores cuando no lo lleva. En palabras del fiscal de la Audiencia (a quien se le había pedido un informe sobre el asunto), el alférez se encuentra en ese instante «desnudo ya de la real insignia y sin más representación que la de su persona particular, a quien no se debe tal veneración13».
8Los virreyes, sin embargo, no eran las únicas imágenes de carne y hueso del monarca. Como ya se ha visto, los oidores y los alcaldes del crimen también aparecían como imágenes transfiguradas del monarca, aunque en este caso tan sólo del rey-juez. Si uno de los principios fundamentales del pensamiento político de los siglos XVI y XVII era que la misión principal de los reyes consistía en administrar justicia personalmente a sus vasallos, la enorme extensión de la monarquía impedía a los monarcas realizar tan crucial función, lo que había llevado a la creación de las Audiencias, para que administraran justicia en aquellos lugares donde el rey no lo podía hacer en persona. Que las Audiencias eran la personificación del monarca en su función de dador de justicia se manifiesta claramente en el privilegio que poseían estas de promulgar decretos, no en nombre del rey, sino como si el propio rey los expidiera, algo que ni siquiera un virrey podía hacer, pues sus decretos se emitían en su nombre y con su propio nombre. Del mismo modo, un virrey no podía promulgar reales provisiones por sí mismo, sino que para ello se requería la firma de los oidores junto a la suya propia14. De manera harto reveladora, el tratamiento de una Audiencia, en cuanto cuerpo colectivo, era el de «Vuestra Alteza» o «Muy Poderoso Señor», mientras que a los jueces individualmente se les trataba de «Vuestra Merced».
9Estas eran las nociones que tenía presente el oidor mexicano durante el incidente de la fiesta de la Asunción, cuando le espetó al corregidor «¿Dónde está el rey?». Sin embargo, lo que el corregidor tenía en mente cuando hizo su protesta al llegar a la sala del Acuerdo era otra cosa: la noción de que la Audiencia, en tanto en cuanto colectividad, estaba revestida de un poder mayor que el de cada oidor por separado. Aunque ciertamente cada oidor individualmente era depositario del poder regio, no lo era en el mismo grado que cuando todos los oidores se hallaban congregados en forma, es decir, formando un «cuerpo místico». Era lógico que en la visión organicista de la comunidad política dominante en la época se entendiera que un cuerpo político estaba dotado de una personalidad y de un poder del que nunca podría disfrutar un individuo separado y aislado de su comunidad correspondiente, de la misma manera que un brazo separado del cuerpo era un miembro inerte e incapaz de realizar ninguna de sus funciones naturales. Como sostenía Juan de Madariaga, para que un Senado estuviera legítimamente constituido era esencial e indispensable que los senadores estuvieran «congregados en uno». Madariaga explica de la siguiente manera porqué esto es tan fundamental:
Porque de la manera que el cuerpo del hombre, desmembrado y partido en muchas partes, pierde la forma que tenía y deja de ser cuerpo físico orgánico, en quitándole aquellos lazos que tienen unidas y conglutinadas sus partes, así el Senado pierde su forma de cuerpo místico, en quitándole aquel lazo que tiene unidas todas sus partes, que es aquel querer comunicarse de consuno y personalmente sin otro medio15.
10Las palabras de Madariaga nos ayudan a entender porqué una institución como la Audiencia podía representar al monarca de manera más fiel que cada oidor por separado, ya que era en cuanto constituidos como cuerpos que los miembros de las instituciones de gobierno representaban la potestad real con plenitud. Aunque individualmente cada uno pudiera disfrutar de dicha potestad, nunca podía ser de manera tan plena como cuando se encontraban todos juntos y en forma (de cuerpo). Este era el tipo de razonamiento que se aplicaba al virrey, al que se le imaginaba como la cabeza del cuerpo místico que formaba con la Audiencia. Por ello, cuando más resplandecía el poder de un virrey era cuando se hallaba rodeado de sus oidores, en forma o formando un cuerpo.
11A los alcaldes mayores y corregidores distribuidos por todo el virreinato también se les concebía como imágenes del rey, aunque de menor rango. La relación entre corregidor y cabildo era muy similar a la que existía entre virrey y Audiencia, que a su vez era un reflejo de la que existía entre rey y consejos. Mientras que el poder supremo se hallaba concentrado en manos del monarca o del virrey, estos se servían de los miembros de los consejos reales o de las Audiencias para mejor gobernar y administrar justicia16. En el caso de los cabildos municipales, el mecanismo es prácticamente el mismo. El corregidor forma un cuerpo místico con los regidores, pero mientras que los regidores representan a los vecinos de la ciudad, la majestad real solo reside en el corregidor17. Para Jerónimo Castillo de Bobadilla, los corregidores son «simulacros del rey», sus imágenes, y la vara que cada uno porta es una representación del cetro real, por cuya razón deben siempre imitar al monarca, cuya majestad y poder encarnan18. En opinión de Bobadilla, los ayuntamientos (o «senados de la república» como él los llama) existen para dar su parecer a los que tienen «la suprema autoridad» (el corregidor en este caso), por lo que a la hora de ejecutar las resoluciones del cabildo, el corregidor es el único que puede hacerlo, pues posee «poder y autoridad de mandar». Por ello, Bobadilla opina que no se debe consentir que los pregoneros digan «mandan los señores justicia y regidores» porque el ejecutar los acuerdos del ayuntamiento, mandándolos pregonar, e imponer penas «es acto que pertenece al mero y mixto imperio del corregidor». Por la misma razón, Bobadilla opina que los regidores no tienen autoridad para imponer penas corporales, porque esta facultad es propia del «mero imperio» que sólo reside en la persona real19. Aquí Bobadilla está claramente identificando al corregidor con el monarca. En el corregidor no sólo reside el «imperio» o la potestad de mandar, sino además la «justicia», signo inconfundible de la realeza, pues el corregidor, como juez de primera instancia, sí tiene facultad para imponer tales penas.
12El sistema de la monarquía hispánica estaba concebido de tal manera que el poder, en cualquiera de sus manifestaciones, era siempre imagen o reflejo de una instancia superior. Así, cabildos y corregidores ocupaban la base de la jerarquía política de la Monarquía Hispánica y reproducían, a nivel local, la misma estructura que en la cima del sistema ocupaban el rey y sus consejos y, en el nivel intermedio, el virrey con la Audiencia. Según le explicaba a Felipe IV Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Puebla y virrey interino de la Nueva España,
la grandeza real de V.M. no reside toda sino en V.M., y en los demás ha de estar participada según la calidad del oficio. En los virreyes se haya la mayor parte de la representación, no toda; menos en los presidentes de audiencias, menos en los oidores, menos en los alcaldes mayores, menos en los alguaciles; y a este respecto, cuanto más se va apartando del origen de esta grande dignidad, tanto debe ir descaeciendo el poder, y el lucimiento, y el honor, y la representación20.
13De este modo, en la jerarquía de poder, el virrey siempre aparece como la viva imagen del rey, para así diferenciarlo de los oidores, que eran simplemente imágenes del rey. Aunque tanto el virrey como los oidores eran depositarios de la autoridad real, un virrey representaba el poder real más inmediatamente, es decir, el poder de un virrey se asemejaba más al del rey que el poder de los oidores, puesto que el virrey siempre se hallaba, tanto física como figurativamente, más cercano al rey (prácticamente todos los virreyes que se nombraron para gobernar la Nueva España en el siglo xvii eran gentiles hombres de la cámara del rey, es decir, a todos ellos se les permitía introducirse en el aposento regio sin llamar a la puerta, dado que, como gentiles hombres de la cámara, todos ellos estaban en posesión de la llave que les permitía el acceso al retrete, la más privada de las habitaciones del rey). Era precisamente por esta inmediatez en relación a la figura regia, sostenían los defensores de la autoridad virreinal, por la que el poder de los virreyes siempre debía estar por encima del de los oidores. Por supuesto, el nivel de semejanza de los oidores respecto al monarca se hallaba sujeto a debate. No era ésta una discusión bizantina, ya que la autoridad de un virrey sobre los oidores dependía de cómo se respondiera a esta cuestión.
14Esta jerarquía de la inmediatez sirve para explicar porqué cuando la Audiencia y el corregidor se hallaban juntos, como fue el caso en el incidente narrado al principio de este artículo, eran los oidores y no el corregidor los que aparecían como la encarnación del rey ausente. El que en dicho incidente el oidor tuviera que recordarle al corregidor que él era el rey no significa que este último no fuera consciente de la mayor inmediatez de la representación del poder regio por parte del oidor; lo que significaba es que siempre existía lugar para una diferente interpretación. Si en opinión del oidor la superioridad de su poder tenía que quedar reconocida públicamente en todo momento por el ritual acompañamiento de los miembros del cabildo, el corregidor sostenía, utilizando un argumento legítimo, que en el momento del incidente la Audiencia no estaba formal y ceremonialmente constituida, puesto que los oidores se habían «quitado las gorras y puesto las capas y sombreros». Por esto, los oidores presentes no estaban representando la potestad regia en su plenitud y, por tanto, no eran acreedores de semejante deferencia. Por su parte, los oidores insistían en que, durante el incidente, ellos «estaban con sus gorras y sin capas en forma de tribunal21». Es más, el hecho de que los oidores en aquel momento fueran un cuerpo sin cabeza (a causa de la ausencia del virrey) probablemente sirviera para convencer a los regidores todavía más de que no estaban obligados a acompañar a los dos solitarios oidores. Al fin y al cabo, los oidores deberían de haber tenido claro que un cuerpo sin cabeza constituía una monstruosidad.
EL SIMULACRO DE DIOS
15Existe una clara correlación entre el modo en que los autores hispanos entendían la jerarquía de poder y la manera en la que se pensaba que el mundo celestial estaba estructurado. Según la teología católica del siglo xvii, todas las criaturas del universo se encuentran organizadas en una jerarquía, según la cual «unas son purgadas y alumbradas de las otras y guiadas y regidas desde la ínfima y más baja hasta el serafín más alto más inmediato a Dios22». El concepto de jerarquía, pues, es una especie de fuerza gravitatoria que hace que los habitantes del universo se organicen de tal manera que todos tiendan a la unidad, es decir, a la semejanza con Dios. Debido a esta fuerza ordenadora del cosmos, unos seres se hallan más próximos y otros más apartados de Dios. Cuanto más próximos a la divinidad, más se asemejan a ella, y, por lo tanto, más elevados se hallan en la jerarquía. Es por esta razón que la culminación de la jerarquía de poder en la Monarquía Hispánica no era el rey sino el mismo Dios y su corte celestial, puesto que aquél se veía simplemente como una imagen de éste23. Como señalaba el escritor novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora, «los príncipes no son tanto vicarios de Dios […] sino una viviente imagen suya, o un Dios terreno24». Con esta asimilación a la figura divina, el monarca, sin embargo, quedaba obligado a gobernar sus dominios del mismo modo que Dios gobierna el mundo (recompensando a los buenos y castigando a los malos). En palabras de Jerónimo de Zeballos, el gobernante debe recordar «que es simulacro de Dios en la tierra, cuyas acciones debe seguir e imitar25».
16Esta manera de pensar hizo posible la creación de poderosas imágenes del poder terrenal dotadas con la mística de lo divino. Si el monarca era la imagen de Dios, y su vicario en la tierra, el virrey era la imagen del monarca y su lugarteniente en los diferentes territorios que componían la Monarquía Hispánica. Y si el soberano debía mirar siempre al cielo para saber cómo gobernar sus reinos, era natural que entre los numerosos habitantes celestiales se encontrase alguno que pudiese servir de modelo a los virreyes. En este sentido, el culto al arcángel San Miguel, que llegó a ser inmensamente popular en la Hispanoamérica del siglo XVII, contribuiría a la creación de un vínculo especial entre el poder virreinal y la potestad divina, ya que autores y predicadores se referían usualmente a San Miguel como el virrey de Dios, o como el capitán general de los ejércitos de Dios, o como «embajador soberano de Dios supremo» y «vicediós en la tierra»26. Con este lenguaje mundano, no sólo se hacía más accesible al entendimiento humano la figura de San Miguel, o la de Dios mismo, sino que se creaba un estrecho vínculo entre esta figura celestial y los virreyes terrenales y, con ello, se afirmaba el poder más allá de lo humano de figuras humanas como el rey o el virrey. En última instancia, la idea que se comunica es que si el monarca de los cielos dispone de los arcángeles (imágenes de la divinidad y los más excelsos de todos los moradores de la corte celestial) para ocuparse de los más importantes asuntos del gobierno del mundo, del mismo modo el monarca español envía a sus vivas imágenes, los virreyes (exactas y precisas imágenes del rey), a gobernar los dominios de su monarquía universal27.
17Aunque esta asimilación del monarca con Dios le dotaba de un poder y majestad tan incomprensibles para la mente humana como la majestad y el poder divinos, confiriéndole aparentemente un poder ilimitado, al mismo tiempo imponía sobe él la pesada carga de tener que velar por el bienestar tanto material como espiritual de sus súbditos. Esta es la paradoja de la «deificación política» del monarca que se produjo en los siglos XVI y XVII, pues imponía límites fundamentales a su poder. Por muy absoluta que fuera la potestad del monarca, su gobierno nunca podía ser arbitrario, de la misma manera que Dios, aunque poseedor de un poder ilimitado, no gobierna el universo de una manera arbitraria. Los intereses del monarca no podían estar por encima de los de la comunidad y, por lo tanto, tenía la obligación ineludible de gobernar en beneficio de sus súbditos. Todo esto era causa de gran preocupación para los teóricos del gobierno de las Indias, autores como el jesuita Diego de Avendaño, quien en su Thesaurus Indicus mostraba su inquietud por los muchos problemas que la enorme distancia que separaba al monarca de sus dominios americanos causaba a su correcta administración y, en particular, al bienestar de la población indígena. Para Avendaño, si «Dios, aunque sublime, está presente a todo, toca todo con su mano y ve con atención lo que parece muy remoto, […] así por tanto debe conducirse el Rey Católico; para que, si los Reyes son como dioses, proceda a imitación de Dios28». Ésta es una idea que los monarcas españoles habían internalizado en gran manera y que sirve para entender la sucesión sin fin de cédulas reales mandando el buen tratamiento de los Indios. Esta continua preocupación tenía sus raíces, sin duda, en la conciencia de los muchos abusos que se cometían contra la población indígena, aunque se hallaba reforzada por el hecho de que el propio discurso de la Corona sobre el indio había creado una imagen de éste como un ser desvalido e incapaz de defenderse por sí mismo. Esta miseria esencial del indígena de América quedó tan firmemente grabada en las conciencias de los gobernantes hispanos que ni siquiera revueltas o levantamientos fueron capaces de borrarla29.
«ADORAMOS LAS COPIAS, EN ORDEN AL ORIGINAL»
18La conceptualización de las autoridades coloniales como imágenes del monarca estaba influida, sin duda, por el discurso sobre las imágenes de la doctrina cristiana. Como con otras muchas cuestiones, es Tomás de Aquino quien, en el siglo XIII, expone con claridad las tres razones por las que debía existir el culto a las imágenes en la Iglesia: primero, para instruir a los que no saben leer, pues pueden aprender de la imágenes como si fueran libros; segundo, para que el misterio de la Encarnación y los ejemplos de los santos se asienten con más firmeza en nuestra memoria al representársenos diariamente ante nuestros ojos; y en tercer lugar, para excitar los afectos, los cuales se estimulan de una manera más eficaz a través de la vista que del oído30. Las observaciones de Tomás de Aquino respecto a los efectos de las imágenes en aquéllos que las contemplan son muy similares a las que hiciera Alberti sobre el efecto de las pinturas en el espectador. Es muy probable que las opiniones de Alberti estuvieran directamente influidas por las de Santo Tomás, puesto que las ideas de este último eran reflejo de un común entendimiento del poder de las imágenes, así como de la existencia de unos hábitos visuales ampliamente extendidos tanto entre la población letrada como la iletrada31. Estos hábitos se volverían todavía más generales con la invención de la imprenta y la posibilidad de que amplios segmentos de la población pudieran contemplar y conmoverse con una misma imagen32. En el siglo xvi, ante la iconoclastia protestante, el Concilio de Trento se vería obligado a reafirmar la validez del culto a las imágenes y en una de sus sesiones finales, la número XXV, el Concilio declararía solemnemente que todos los cristianos estaban obligados a honrar y venerar las imágenes de Cristo, la Virgen y los santos,
… porque el honor que se da a las imágenes se refiere a los originales representados en ellas; de suerte, que adoremos a Cristo por medio de las imágenes que besamos, y en cuya presencia nos descubrimos y arrodillamos; y veneremos a los santos, cuya semejanza tienen. […] Además que se saca mucho fruto de todas las sagradas imágenes, no sólo porque recuerdan al pueblo los beneficios y dones que Cristo les ha concedido, sino también porque se exponen a los ojos de los fieles los saludables exemplos de los santos, y los milagros que Dios ha obrado por ellos, con el fin de que den gracias a Dios por ellos, y arreglen su vida y costumbres a los exemplos de los mismos santos; así como para que se exciten a adorar, y amar a Dios, y practicar la piedad33.
19Desde la perspectiva de nuestro estudio, lo más interesante de estas palabras del Concilio es que se podrían aplicar casi literalmente al monarca español. Sólo necesitamos substituir a Dios o Cristo por el Rey y a los fieles por los súbditos: así, las señales de respeto a las imágenes del rey (en lienzo o de carne y hueso) por parte de los súbditos son una muestra de la veneración que éstos sienten por el monarca (los cuales, por cierto, también se descubren ante él y se postran a sus pies). La contemplación de estas imágenes mueve a los súbditos a recordar los muchos dones y beneficios que el soberano les ha concedido. Y las imágenes del monarca, por último, muestran a los súbditos el ejemplo que todos deben seguir y les mueven a amar y respetar a su rey. Por si quedara alguna duda, el propio Palafox, refiriéndose a las autoridades regias, hace explícita esta correspondencia en uno de sus numerosos escritos:
Los buenos magistrados son imágenes de sus príncipes, y deben parecerles en la justicia, en la templanza, en la integridad y en las demás virtudes. Y como causa indecencia y aun indevoción y deben prohibirse (como se ha hecho en algunos Concilios) las santas imágenes mal pintadas, por la irreverencia que causa a los santos y escándalo a los fieles, así también causa enfado a los pueblos, y aun desprecio, ver los magistrados viciosos, perdidos y relajados, y los reyes en ellos mal pintados y dibujados. De donde tal vez ha resultado que no pareciéndoles bien la hechura, dan al traste con la figura34.
20Como destacado miembro tanto de la Iglesia tridentina, en su calidad de obispo de una de las principales diócesis de Nueva España, como de la burocracia imperial, en sus funciones de consejero de Indias, visitador general de la Nueva España y virrey interino, así como prolífico escritor tanto de temática religiosa como política, Palafox era, sin duda, la persona ideal para establecer este tipo de correspondencias. Según la ortodoxia conciliar, a la que Palafox sigue fielmente, cuanto más se contemplan las imágenes sacras, más vivo es el recuerdo de lo que éstas representan y más inclinación siente uno a venerarlas: por medio de lo corpóreo, llegamos a lo incorpóreo y eterno. Pero esta adoración de imágenes por parte de los cristianos no tiene nada que ver con la idolatría, se defiende Palafox, ya que, según el obispo, «Adoramos las imágenes por lo que representan, adoramos las copias, en orden al original, veneramos lo que vemos, para arder en lo que creemos». Para Palafox, los santos son «imágenes vivas de Dios» y es por eso por lo que los verdaderos cristianos las veneran, porque en la imagen ven el original, al contrario de los idólatras, que confunden la imagen (el ídolo) con el original (Dios)35.
21Pero lo que da un especial significado a estas palabras es que Palafox no está pensando sólo en Dios sino en el rey también, puesto que concluye su argumento afirmando que al venerar las imágenes sacras, en realidad estamos adorando a Dios, su creador, del mismo modo que «se reverencia al Ministro en orden al mismo Rey, que está representado en su Ministro36». A la inversa, Palafox utilizará el lenguaje de la idolatría para criticar lo que él veía como el excesivo poder de los virreyes de la Nueva España. En su opinión, el monarca que quisiera reinar con felicidad no debía «consentir que nadie se le iguale en su culto y reverencia, ni sea más estimado ni temido en todos sus reinos que él». De hacerlo así, el soberano evitará un mal extremadamente pernicioso, el de la «idolatría política, con la cual se lleva la imagen el culto que se debe al original, […] teniendo en más los preceptos del virrey que los del rey». Y esto era mucho más peligroso en lugares remotos como las Indias, donde, según Palafox, la predisposición a la sedición era siempre mayor37.
LA VIVA IMAGEN DEL REY
22Cuando el obispo Palafox hablaba de idolatría política seguramente sabía lo que se decía, pues a los habitantes de la ciudad de México se les recordaba periódicamente la idea de que al contemplar al virrey estaban contemplando al mismo rey por medio de una serie de ceremonias rituales que lo convertían en el centro de los ritos de paso del monarca y su familia. Cada vez que se producía el nacimiento, la boda o la muerte de algún miembro de la familia real, o cuando se celebraba el cumpleaños del monarca o de la reina, el virrey se convertía en el destinatario de los parabienes o de las muestras de sentimiento de todas las instituciones de la sociedad novohispana, que acudían al palacio para felicitarle o darle el pésame personalmente. El virrey, sentado bajo un dosel, recibía con toda solemnidad a dichas instituciones, en estricto orden jerárquico de menor a mayor y por separado38.
23El hecho de que el virrey estuviera sentado bajo palio indudablemente realzaba la idea de la majestad que encarnaba. Esto era así por dos razones. En primer lugar, en una monarquía que había sufrido un proceso de deificación política, en la que el lenguaje que se usaba para dirigirse al monarca era el mismo que el que se usaba para referirse a Dios, era una muestra de coherencia política utilizar el mismo marcador para denotar tanto la soberanía del monarca como la potestad divina. Desfilar bajo palio era un privilegio que el rey tan sólo compartía con el Santísimo Sacramento, el cuerpo del rey convertido en el igual del cuerpo de Dios. Pero existe otra razón que nos ayuda a comprender el enorme simbolismo del palio en la Monarquía Hispánica, razón ésta quizás más importante si cabe que el aspecto religioso que acabamos de señalar. Para los monarcas españoles el palio era probablemente el más importante marcador de la realeza, más importante que, por ejemplo, la corona, pues, como es bien sabido, a los reyes españoles no se les coronaba.
24En la imaginación política hispánica, el palio denotaba la realeza en tal grado que los pintores novohispanos del Seiscientos, al representar escenas de la conquista de México, no podían escapar del anacronismo de pintar a Moctezuma, el «rey» azteca, desfilando bajo palio en el momento de su primer encuentro con Hernán Cortés a las afueras de Tenochtitlán (fig. 1, p. 201).
25Al representar a Moctezuma bajo palio, estos artistas estaban en realidad realzando la importancia de la conquista de México, al crearse en la mente del espectador una asociación entre la figura del gobernante mexica con la de poderosos monarcas europeos39. En verdad, estos anónimos artistas mexicanos no estaban inventando nada, ya que en sus representaciones del encuentro entre Cortés y Moctezuma se limitaron a seguir las relaciones más conocidas de la conquista de México. Aunque las descripciones pueden variar, ninguno de estos relatos deja de mencionar que Moctezuma salió a recibir a Cortés bajo palio. La única concesión a la exótica naturaleza del encuentro es la mención de que el palio de Moctezuma, cubierto de oro y piedras preciosas, era de plumas verdes en vez de ser de tela40. Para cuando se publicó en 1684 la muy popular Historia de la conquista de México de Antonio de Solís, el encuentro entre Moctezuma y Cortés se había convertido en una ceremonia similar y tan elaborada como la entrada de un virrey41. No obstante, es altamente significativo que el propio Cortés no haga referencia alguna a ningún tipo de palio en la carta de relación en la que describe su encuentro con Moctezuma. Simplemente menciona que el gobernante Mexica había llegado a pie y flanqueado por dos poderosos señores, además de unos doscientos individuos de menor calidad42. En la descripción de Antonio de Solís, sin embargo, Moctezuma ya no llega a pie, sino en unas andas de oro y acompañado por miles de personas43. En el cuadro de la colección Kislak de la Biblioteca del Congreso, las andas se han transformado en un auténtico trono de oro.
26Al intentar explicar esta discrepancia no podemos olvidar que Cortés escribe su carta poco después de los sucesos que narra, mientras que los otros relatos se compusieron muchos años después de la conquista, cuando ya se hallaba perfectamente establecida en Nueva España una tradición de entradas de virreyes. Más significativo si cabe es que ninguna de las descripciones del encuentro basadas en fuentes indígenas haga ningún tipo de referencia a la existencia del palio o algo de similares características. En su lugar, estas fuentes destacan el ofrecimiento a Hernán Cortés por parte de Moctezuma de flores y guirnaldas, un gesto típico de los pueblos nativos del centro de México, pero un gesto que ni siquiera se menciona en las crónicas de origen hispano44. Igualmente significativo es que Fernando de Alva Ixtlilxochitl, un autor mestizo de principios del siglo xvii, no mencione en ningún momento la palabra palio en su relato del encuentro, aunque sí se refiere a un «lío de pluma verde y de riquísimo oro y pedrería» bajo el cual Moctezuma salió a recibir a Hernán Cortés. Puede que la razón se deba a que Ixtlilxochitl utilizó tanto fuentes indígenas como hispanas en la composición de su relato45.
27Existían dos momentos en la vida política de un virrey novohispano en los que su papel como simulacro del rey alcanzaba su culminación. Uno era su entrada ceremonial en la capital tras su llegada al virreinato; el otro era su funeral. Estas ceremonias constituían una réplica casi exacta de las que se realizaban con el rey. Sin embargo, en el caso del funeral, muy pocos virreyes murieron mientras se hallaban ocupando sus puestos. De más relevancia eran los funerales por los monarcas fallecidos. No obstante, puesto que, en este momento liminal, el virrey simbolizaba la continuidad de la monarquía, éste aparecía más como la viva imagen de la realeza que de la persona del fallecido monarca. Era sobre todo en la entrada triunfal cuando el virrey aparecía como el perfecto simulacro del monarca ausente. Todos los gestos públicos del virrey seguían el modelo de la entrada real y una serie de símbolos tradicionalmente asociados con la realeza contribuían a realzar el estrecho vínculo que existía entre el monarca ausente e invisible y el virrey presente y visible a todos. En primer lugar, el palio bajo el que desfilaba el virrey, que como hemos visto era el marcador por antonomasia de la realeza; pero también el caballo, símbolo regio desde la Edad Media, pues en todas las ciudades en las que era recibido, el cabildo obsequiaba al virrey con un caballo sobre el que desfilaba por las calles46. Después, el juramento y la entrega de las llaves, ceremonia con la que se ponía de relieve no sólo la soberanía del rey sobre la ciudad, sino también su obligación de respetar sus privilegios. Por último, la salida del cabildo catedralicio a recibir al virrey con cruz y palio, cantando el Te Deum laudamus, era una ceremonia también reservada a los reyes cuando entraban a una ciudad por primera vez47.
28Aunque de un carácter más privado, otra importante ceremonia en la toma de posesión del virrey era la jura de su cargo, que se llevaba a cabo en la Sala del Acuerdo, en el segundo piso del palacio virreinal. Esta sala era también el lugar donde el virrey se reunía periódicamente con los oidores para tratar los más importantes asuntos de Estado. La Sala constituía el Sancta Sanctorum del palacio, la sede última de la potestad imperial y se hallaba decorada de una manera altamente simbólica. Sobre una tarima cubierta con una alfombra y en el centro de una larga mesa se sentaba el virrey en un sillón bajo un dosel o baldaquino con el escudo de armas real. Un retrato del rey presidía la sala. En las paredes laterales, además de retratos de Carlos V y Hernán Cortés, se hallaban colgados retratos de todos los virreyes de Nueva España48. Todo el espacio rezumaba simbolismo político, ya que era en aquel mismo lugar donde, a los pies del retrato del soberano y con toda solemnidad, se abrían las cédulas reales, se leían y se obedecían besándolas y poniéndoselas los magistrados sobre la cabeza. La Sala del Acuerdo era, pues, como Michael Schreffler ha señalado, el lugar en el que el monarca se hacía presente a través de la comunicación escrita, al mismo tiempo que se hacía visible por medio de su retrato49.
29En una monarquía donde el rey se hallaba siempre ausente de la mayoría de sus dominios, el retrato regio estaba llamado a tener gran relevancia. En el caso del Perú, por ejemplo, el retrato del rey jugó un papel central en las juras de Felipe IV y Carlos II, cuando se le exhibió públicamente en la Plaza Mayor de Lima, sentado en un trono con dosel, y recibiendo los mismos honores que habría recibido el rey en persona50. No así en el caso de México, donde el retrato real no parece haber jugado este papel tan crucial durante las juras reales, pues la documentación ni siquiera menciona que estuviera presente durante la ceremonia51. No está totalmente claro el porqué de esta discrepancia, aunque Alejandra Osorio señala que las dos proclamaciones de Lima tuvieron lugar durante periodos de interinidad durante los que el virreinato del Perú no contaba con un virrey. En este sentido, el retrato regio habría venido a ocupar el lugar de la viva imagen del rey. Si se comparan las ceremonias celebradas en México y en Lima, se aprecia claramente que el virrey novohispano ocupaba el mismo lugar (sentado bajo un dosel) y era objeto casi exacto de los mismos gestos y rituales que se realizaban con el retrato real en Lima. Sin embargo, esto no explica porqué las autoridades de Nueva España no hicieron lo mismo durante la proclamación de Felipe IV, cuando la audiencia de México estaba gobernando el virreinato de forma interina por la ausencia de virrey. A falta de evidencia más convincente, podríamos sugerir que, debido a los turbulentos orígenes del virreinato del Perú y por su extrema lejanía, tal vez las autoridades peruanas sentían en estos casos la necesidad de reforzar la imagen regia con un retrato del monarca52.
30En cualquier caso, el auténtico protagonista de la ceremonia de la jura, tanto en México como en Lima, así como en cualquier otra ciudad de la monarquía, no era ni el virrey ni el retrato del rey, sino el pendón real. Aunque la monarquía hispana carecía de una ceremonia de coronación, la proclamación era igualmente una ceremonia con un potente simbolismo que servía para marcar el acceso al trono de un nuevo soberano. El momento culminante tenía lugar cuando se procedía a levantar el pendón real de Castilla y la multitud congregada en las plazas de las principales ciudades aclamaba al nuevo rey53. Como gesto simbólico, el ritual de la proclamación era probablemente más efectivo incluso que la coronación, puesto que era una ceremonia que, a diferencia de aquélla, se podía replicar de manera altamente visible por los dispares dominios de la monarquía. Como el retrato, el pendón era objeto de la misma devoción y ceremonial que el monarca mismo, puesto que significaba la presencia del rey ausente. En palabras del autor de la relación de la jura de Felipe IV en la ciudad de México, los reyes españoles tenían «por equivalentes sus pendones reales, representadores de sus personas mismas, […] para hacerlos presentes a sus pueblos más remotos54».
31Volviendo a la Sala del Acuerdo, cuando uno observa la larga serie de retratos de los virreyes novohispanos, en seguida llama la atención la simplicidad y falta de pretensiones de su factura. Las pinturas son todas similares. Consisten en retratos de medio cuerpo con los virreyes ligeramente girados hacia un lado. Los virreyes están retratados en un espacio ambiguo e indeterminado, sin nada que muestre riqueza o poder; están generalmente vestidos de negro, sujetando un par de guantes o las instrucciones reales con una de las manos, y la expresión facial es de completa impasibilidad. El nombre del virrey y sus cargos aparecen inscritos en un pretil o parapeto colocado delante de la figura del retratado. La única decoración consiste en el escudo de armas del virrey, que aparece siempre en uno de los ángulos superiores del lienzo (fig. 2, p. 201, fig. 4, p. 203, fig. 6 p. 204 y fig. 8, p. 205). Esto se debe, ha observado Schreffler, a que los retratos transmiten una identidad legal, no personal55. La extremada similitud de los retratos virreinales servía tanto para realzar la continuidad del gobierno de la Nueva España, desde Hernán Cortes, el primer «virrey», hasta el último, como para establecer un vínculo directo entre los virreyes y el monarca, que los presidía a todos con su propio retrato.
32En última instancia, es el propio concepto del virrey como imagen del rey el que nos ayuda a explicar esta peculiar manera de retratar a los virreyes, pues otra notable característica de estos retratos es que los virreyes siempre tienen una apariencia extremadamente similar a la de los monarcas que los nombraron, algo que, sin duda, podría atribuirse al deseo de los virreyes de seguir las modas de la corte. Sin embargo, en mi opinión, existe un significado más profundo que sirve para explicar esta particular apariencia de los virreyes. Si un virrey se entendía como la viva imagen del rey, parece razonable pensar que su retrato debía ser así mismo la viva imagen (retratada) del rey. Al igual que los retratos de virreyes, los retratos oficiales de los Austrias son de una extrema simplicidad en los que los símbolos regios brillan por su ausencia, mientras que los rasgos físicos y faciales se representan con gran realismo56. El retrato del rey debía transmitir una imagen, no de poder absoluto, sino del rey como la viva encarnación de todas las virtudes que un buen gobernante debía poseer, puesto que el monarca debía ser un ejemplo para todos sus vasallos57. Y para ello, los símbolos de su soberanía —el cetro, la corona, la púrpura regia— eran innecesarios, incluso irrelevantes. Sólo los tiranos necesitaban estos accesorios para impresionar a sus súbditos y así poder mantener su poder. Esta idea aparece expresada claramente en La historia de la Conquista de México de Antonio de Solís, en la descripción que hace de los últimos momentos de la vida de Moctezuma, cuando éste había decidido presentarse ante sus súbditos para convencerlos de que debían deponer su actitud de rebeldía. Solís desea transmitir al lector una imagen de Moctezuma el tirano, un gobernante inadecuado que merece perder el trono e incluso la vida. Según Solís, antes de aparecer en público,
[Moctezuma] hízose adornar de las vestiduras reales, pidió la diadema y el manto imperial, no perdonó las joyas de los actos públicos, ni otros resplandores afectados que publicaban su desconfianza, dando a entender con este cuidado que necesitaba de accidentes su presencia para ganar el respecto de los ojos, o que le convenía socorrerse de la púrpura y el oro para cubrir la flaqueza interior de la majestad58.
33Aunque sería en la segunda mitad del Quinientos, durante el reinado de Felipe II, cuando este modo de representar a los monarcas españoles se convirtiera en la norma, ya Carlos V había sido retratado por Tiziano de una manera similar en las postrimerías de su reinado. En el retrato de 1548 que se conserva en la Alte Pinakothek de Munich (fig. 3, p. 202), el emperador aparece sentado, sosteniendo un guante con la mano derecha, vestido por completo de negro y sin ningún símbolo regio, excepto un colgante con el Toisón de Oro59. Los retratos de Felipe II de Sofonisba Anguissola (1565), de Felipe IV de Velázquez (1656) y de Carlos II de Carreño de Miranda (1685) [fig. 5, p. 203, fig. 7, p. 204 y fig. 9, p. 205] son probablemente los mejores ejemplos de la idea del rey austero y virtuoso. Los monarcas están retratados en un espacio indeterminado, vestidos de negro y con expresiones impasibles. La única excepción en esta extrema austeridad de la imagen es, como en el retrato de Carlos V, el colgante con la insignia del Toisón de Oro, que todos portan y que para entonces se había convertido en el distintivo por antonomasia de la Casa de Austria. Si se comparan estos retratos con los de los virreyes nombrados por estos monarcas para gobernar la Nueva España, encontramos que la similitud de representación es sorprendente, si exceptuamos la ausencia del colgante con el Toisón de Oro. Como se puede apreciar en las ilustraciones, este es el caso desde Antonio de Mendoza, el primer virrey nombrado por Carlos V (fig. 2, p. 201), hasta el último virrey de la casa de Austria, el conde de Moctezuma (fig. 8, p. 205), pasando por Martín Enríquez y el marqués de Villena, nombrados respectivamente por Felipe II y Felipe IV (fig. 4, p. 203 y fig. 6, p. 204). Pienso que esta similitud es mucho más que un simple deseo por parte de los virreyes de seguir las modas regias. Es, en efecto, un reflejo de un principio básico de la Monarquía Hispánica: si el virrey se concebía como el simulacro y la viva imagen del rey, su retrato debía, por tanto, ser una réplica exacta (o casi exacta) del retrato del rey cuya majestad encarnaba.
34La monarquía hispana bajo los Austrias se mostró particularmente hábil en convertir en una ventaja el aparente handicap de la continua ausencia del monarca de sus territorios americanos, en cuanto que la permanente invisibilidad del rey le dotaba del mismo atributo que distinguía a la divinidad. Esta característica contribuyó decisivamente a reforzar la imagen del monarca como una figura más allá del bien y del mal, quien, desde la distancia, cuidaba del bienestar de sus vasallos americanos. No obstante, esta invisibilidad podía también suponer una seria desventaja, porque nos encontramos ante una sociedad en la que el concepto de autoridad se hallaba estrechamente vinculado a la presencia física del gobernante. En palabras de Diego Saavedra Fajardo, «La presencia de los príncipes es fecunda, como la del sol. Todo florece delante della, y todo se marchita y seca en su ausencia60». La monarquía de los Austrias intentó resolver este problema afirmando que todas las autoridades regias eran imágenes del rey y, con esto, y gracias a las cualidades que se atribuían en la época a las imágenes, poder hacer presente al monarca ausente en los remotos territorios de la otra orilla del océano. Pero este tipo de conceptualización sólo podía funcionar de manera efectiva siempre que la noción de un Estado impersonal no hubiera penetrado todavía en la imaginación política hispana. En tanto en cuanto la potestad pública no se hubiera traspasado a la acción puramente impersonal del Estado moderno, sería posible seguir estableciendo un estrecho vínculo entre la presencia de la majestad y el ejercicio del poder y, con ello, mantener la creencia de que las autoridades regias eran verdaderas y eficaces imágenes del monarca. Pero no todas las imágenes del rey poseían el mismo valor. Puesto que la Corona trató de reproducir el sistema monárquico en el Nuevo Mundo como el mejor método de gobernar tan dilatadas posesiones, resultaba indispensable crear (o recrear) una figura que se asemejara al monarca lo más exactamente posible. Como se ha visto, en la jerarquía de imágenes del rey sólo existía una viva imagen, el virrey, un recordatorio ambulante de la existencia y poderío del monarca hispano.
Annexe
Notes de bas de page
1 Testimonios del teniente de alguacil mayor de corte, 16 de agosto de 1663, y de Andrés Ramírez de Arellano, 3 de septiembre de 1663, Archivo General de Indias (AGI), México 39, nos 15a y 15b.
2 Esto es algo que, como ha señalado Roger Chartier, no solo caracterizó a la monarquía española, sino a todas las monarquías europeas. Véase R. Chartier, On the Edge of the Cliff, p. 96.
3 Como se verá más adelante, la conceptualización de los oficiales regios como imágenes del rey tenía importantes connotaciones religiosas. De ahí que utilice conscientemente el término «transfiguración» que remite a la transfiguración de Cristo en el monte Tabor en presencia de sus discípulos Pedro, Santiago y Juan, cuando «resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz» (Mateo 17, 1-9). A través de la transfiguración de Jesús se proclama el poder y la gloria que Jesucristo ha recibido de Dios. En la imaginería de la monarquía de los Austrias existió una estrecha relación entre lo divino, lo monárquico y lo solar. Para una elaboración de estas ideas, véase A. Cañeque, The King’s Living Image, pp. 31-45.
4 S. de Cortiada, Discurso sobre la jurisdicción del Exmo. Sr. Virrey y del Exmo. Sr. Capitán General del principado de Cataluña, pp. 1-8, 11-19, 49-51, 180-87.
5 R. de Vilosa, Disertación jurídica y política, pp. 2, 29, 31-32, 35.
6 Ibid., pp. 51-75.
7 J. de Solórzano Pereira, Política indiana, lib. V, cap. XII, nos 1-9.
8 M. de Caravantes, Poder ordinario del virrey del Pirú sacadas de las cédulas que se han despachado en el Real Consejo de las Indias, p. 15. El término «simulacro» utilizado por Caravantes se definía como «Imagen hecha a semejanza de alguna cosa venerable, o venerada» (Diccionario de Autoridades, 1739). Ese es el sentido con que Caravantes utiliza el término y ese es el sentido con que se utiliza en este artículo. No hay que olvidar, además, que dicho término tenía importante significaciones religiosas, pues generalmente se usaba en relación a imágenes sacras.
9 D. Freedberg, The Power of Images, pp. 1-12, 44-50.
10 H. Belting, Likeness and Presence, p. 1.
11 Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, lib. III, tít. XV, ley lvi; Archivo Histórico de la Ciudad de México (AHCM), Ordenanzas 2981, Alférez Real, nos 2 y 3.
12 Audiencia a la reina, 24 de agosto de 1676, AGI, México 82, nº 88. La prohibición a la que se refieren los oidores se encuentra en Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, lib. III, tít. XV, ley vi. Dicha ley refundía una serie de cédulas de 1579, 1618 y 1621, por las que se mandaba que todos los miembros de la Audiencia acompañaran al virrey en todas las fiestas de tabla, yendo el oidor más antiguo al lado izquierdo del virrey. Al regresar al palacio los oidores debían permanecer a caballo en la puerta, mientras que el virrey pasaba por entre medias de los oidores. Solamente habían de apearse los alcaldes del crimen y acompañar al virrey escaleras arriba hasta su aposento.
13 «Respuesta del sr. fiscal», 19 de agosto de 1676, AGI, México 82, nº 88.
14 Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, lib. II, tít. XV, ley cxvi; ibid., lib. III, tít. III, ley xxxxii. Esta orden, sin embargo, sólo se refería a los casos de naturaleza judicial. En opinión de Solórzano, era normal que los virreyes promulgaran decretos con el nombre y sellos reales en cuestiones de gran importancia y en la concesión de oficios, beneficios y encomiendas (Política indiana, lib. V, cap. xii, nº 54).
15 J. de Madariaga, Del Senado y de su príncipe, pp. 96 y 102.
16 J. de Solórzano Pereira, Política indiana, lib. V, cap. iii, nº 10.
17 J. Castillo de Bobadilla, Política para corregidores y señores de vasallos, vol. 2, pp. 109, 121-122, 161-162.
18 Ibid., vol. 2, pp. 13-16.
19 Ibid., vol. 2, pp. 142, 143, 156.
20 J. de Palafox y Mendoza, «Razón que da a Vuestra Majestad Don Juan de Palafox de los acontecimientos del año de 1647», p. 83.
21 Testimonios del teniente de alguacil mayor de corte, 16 de agosto de 1663, y de Andrés Ramírez de Arellano, 3 de septiembre de 1663, AGI, México 39, nos 15a y 15b.
22 J. de Saona, Jerarquía celestial y terrena, p. 2; M. de Roa, Beneficios del Santo Angel de Nuestra Guarda, fos 6vº-8rº.
23 Ibid., fos 8 y 16.
24 C. de Sigüenza y Góngora, Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe, p. 14.
25 J. de Zeballos, Arte real para el buen gobierno de los reyes y príncipes, fº 159vº.
26 A. Cañeque, The King’s Living Image, pp. 41-44.
27 Evidentemente, también se podría argumentar lo contrario, que es Dios quien se construye a imagen y semejanza del monarca español, pues, al fin y al cabo, Dios gobernaba desde el cielo como el monarca desde su palacio. En el empíreo no sólo existía un monarca de todas las cosas, sino una reina de los cielos y una corte celestial habitada por ángeles y santos, que gozaban del exclusivo privilegio de su proximidad a la divinidad. Martín de Roa, por ejemplo, se refiere a los ángeles como «cortesanos del cielo» y «criados de la casa de Dios» (M. de Roa, Beneficios del Santo Angel de Nuestra Guarda, fos 9rº y 14vº). Por su parte, Jerónimo de Saona mantiene que Dios había creado a los ángeles para que sirvieran como «pajes de su casa» (J. de Saona, Jerarquía celestial y terrena, p. 27). Por otro lado, no hace falta insistir en que la idea de que el mundo celestial pudiera ser un reflejo de la mente humana habría resultado inconcebible a los pensadores de la Monarquía hispánica.
28 D. de Avendaño, Thesaurus Indicus, pp. 238-239.
29 Sobre esto véase A. Cañeque, The King’s Living Image, cap. vii.
30 D. Freedberg, The Power of Images, p. 162.
31 A principios del siglo XVI, Sebastián de Covarrubias todavía se servía de Tomás de Aquino para definir la palabra «imagen» en su Tesoro de la lengua castellana o española, citando directamente en latín las tres razones propuestas por Santo Tomás para justificar el uso de las imágenes. Sin embargo, Covarrubias cita erróneamente como fuente la Suma Teológica (Secunda secundae, art. 2, q. 94), cuando el lugar donde Santo Tomás expuso estas ideas fue en otra obra menos conocida, su Comentario a las sentencias de Pedro Lombardo (Lib. III, dist. 9, art. 2, q. 2). En cualquier caso, la cuestión 94 de la Suma Teológica que cita Covarrubias también tiene que ver con el culto a las imágenes, pues en ella Santo Tomas discute la cuestión de la idolatría.
32 D. Freedberg, The Power of Images, pp. 168-177.
33 El Sacrosanto y Ecuménico Concilio de Trento.
34 J. de Palafox y Mendoza, «Diversos dictámenes espirituales, morales y políticos», p. 8.
35 Id., «Luces de la Fe en la Iglesia», p. 166; M. Soto, «Juan de Palafox y el discurso de las imágenes», pp. 279-300.
36 J. de Palafox y Mendoza, «Luces de la Fe en la Iglesia», p. 167.
37 Id., «Diversos dictámenes espirituales, morales y políticos», pp. 19-20; Id., «Razón que da a Vuestra Majestad Don Juan de Palafox de los acontecimientos del año de 1647», pp. 64-65.
38 Véase, por ejemplo, B. Fernández de Castro, Relacion ajustada, fos 7-9; Real mausoleo y funeral pompa que erigió el Excmo. Sr. Conde de Salvatierra, fos 2rº-3vº; G. Martín de Guijo, Diario, t. I : p. 249; t. II : pp. 13, 90-94, 110-111, 147, 181.
39 Este cuadro forma parte de una serie de ocho pinturas que describen la conquista de México, conocida como la serie Kislak de la Biblioteca del Congreso. Pintada en México durante la segunda mitad del siglo XVII, esta serie parece ser la primera que se realizó de las tres que se conservan sobre la conquista de México. Es probable que los cuadros se pintaran para una audiencia peninsular, quizás el mismo rey, y ofrecen una visión imperial y pro hispana de la conquista, en donde la corona española juega un papel crucial. Para un estudio de los cuadros de la colección Kislak, se puede consultar R. P. Brienen y M. A. Jackson (ed.), Invasion and Transformation.
40 B. Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, p. 263; F. López de Gómara, Historia de la conquista de México, p. 109; A. de Herrera y Tordesillas, Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar océano, t. V, p. 155; J. de Torquemada, Monarquía indiana, lib. IV, cap. xlvi.
41 A. de Solís, Historia de la conquista de México, lib. III, cap. x.
42 H. Cortés, Cartas y documentos, p. 58.
43 A. de Solís, Historia de la conquista de México, lib. III, cap. x.
44 B. de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España, t. IV, pp. 43, 108; D. Durán, Historia de las Indias de Nueva España, pp. 611-612.
45 F. de Alva Ixtlilxochitl, Historia de la nación chichimeca, p. 249.
46 T. Ruiz, «Unsacred Monarchy: The Kings of Castile in the Late Middle Ages», p. 125; S. Bertelli, Il corpo del re, pp. 97-99.
47 Compárese, por ejemplo, el «Ceremonial que suele guardarse en el recibimiento del rey cuando entra en las ciudades», Biblioteca Nacional de España, ms. 11260 (17), s.f., con la «Relación de la entrada que hizo en la ciudad de México […] el Sr. Arzobispo Don Fray García Guerra, de la orden de predicadores, a tomar la posesión del oficio de virrey y capitán general de aquel reino por Su Majestad […], año 1610», RAH, Colección Salazar y Castro, F-20,,fos 113-116.
48 I. Sariñana, Llanto del Occidente en el ocaso del más claro sol de las Españas, fº 14.
49 M. J. Schreffler, Art and Allegiance in Baroque New Spain, pp. 71-72.
50 A. Osorio, «The King in Lima: Simulacra, Ritual, and Rule in Seventeenth-Century Peru».
51 Véase, por ejemplo, «Certificación de lo que se hizo en la jura del Sr. D. Felipe Tercero» (1599), AHCM, Historia, vol. 2282, exp. 1; A. de Villalobos, «Obediencia que México, cabeza de la Nueva España, dio a la majestad católica del rey D. Felipe de Austria», pp. 283-312.
52 Parece, sin embargo, que en el siglo XVIII el retrato del rey tuvo un papel más relevante en México, o al menos durante la proclamación de Fernando VI en 1747, como ha mostrado Víctor Mínguez (V. Mínguez, «Reyes absolutos y ciudades leales»). Esto puede haberse debido al hecho de que en esta época se observa un aumento de la importancia de la ceremonia de la jura del rey en detrimento de la entrada virreinal. Para un estudio de estos cambios, véase L. A. Curcio-Nagy, The Great Festivals of Colonial Mexico City, cap. iv.
53 Ibid., pp. 32-40; J. Valenzuela Márquez, Las liturgias del poder, pp. 322-330.
54 A. de Villalobos, «Obediencia que México, cabeza de la Nueva España, dio a la majestad católica del rey D. Felipe de Austria», p. 290.
55 M. Schreffler, The Art of Allegiance, p. 65; también I. Rodríguez Moya, La mirada del virrey, pp. 106-111.
56 J. Brown, «Enemies of Flattery: Velázquez’ Portraits of Philip IV»; G. Redworth y F. Checa, «The courts of the Spanish Habsburgs, 1500-1700», p. 59.
57 A. Feros, «Sacred and Terrifying Gazes: Languages and Images of Power in Early Modern Spain», pp. 82-86.
58 A. de Solís, Historia de la conquista de México, lib. IV, cap. xiv.
59 Existe otro retrato de Carlos V con la emperatriz Isabel de Portugal, realizado por Tiziano hacia la misma época, pero que solo se conserva en una copia de Rubens perteneciente a la colección de los duques de Alba, en el cual el emperador aparece retratado de una manera muy similar al retrato de la Alte Pinakothek. Por otra parte, en el Museo Nacional de Capodimonte en Nápoles se encuentra otro retrato poco conocido de Carlos V, asimismo atribuido a Tiziano, y cuya similitud con los retratos de virreyes de México es extraordinaria: el emperador aparece retratado de medio cuerpo, ligeramente girado hacia el lado izquierdo, vestido de negro, con el toisón de oro y sujetando una carta o memorial con la mano derecha. Los historiadores del arte estiman que este retrato se debió de realizar en la primera mitad de la década de 1530 (Antonio de Mendoza, primer virrey de Nueva España, fue nombrado por Carlos V en 1535). Existe una copia de este retrato (en depósito en el Palazzo Comunale de Parma desde 1928) que parece ser estuvo expuesta durante años en el palacio real de Nápoles. Véase H. E. Whetey, The Paintings of Titian, t. II, pp. 157, 194-195; Museo e Gallerie nazionali di Capodimonte, La Collezione Farnese, pp. 68-69.
60 D. Saavedra Fajardo, Empresas políticas, empresa 23; también F. Moles, Audiencia de príncipes, fos 36vº-37rº.
Auteur
University of Maryland, College Park
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La gobernanza de los puertos atlánticos, siglos xiv-xx
Políticas y estructuras portuarias
Amélia Polónia et Ana María Rivera Medina (dir.)
2016
Orígenes y desarrollo de la guerra santa en la Península Ibérica
Palabras e imágenes para una legitimación (siglos x-xiv)
Carlos de Ayala Martínez, Patrick Henriet et J. Santiago Palacios Ontalva (dir.)
2016
Violencia y transiciones políticas a finales del siglo XX
Europa del Sur - América Latina
Sophie Baby, Olivier Compagnon et Eduardo González Calleja (dir.)
2009
Las monarquías española y francesa (siglos xvi-xviii)
¿Dos modelos políticos?
Anne Dubet et José Javier Ruiz Ibáñez (dir.)
2010
Les sociétés de frontière
De la Méditerranée à l'Atlantique (xvie-xviiie siècle)
Michel Bertrand et Natividad Planas (dir.)
2011
Guerras civiles
Una clave para entender la Europa de los siglos xix y xx
Jordi Canal et Eduardo González Calleja (dir.)
2012
Les esclavages en Méditerranée
Espaces et dynamiques économiques
Fabienne P. Guillén et Salah Trabelsi (dir.)
2012
Imaginarios y representaciones de España durante el franquismo
Stéphane Michonneau et Xosé M. Núñez-Seixas (dir.)
2014
L'État dans ses colonies
Les administrateurs de l'Empire espagnol au xixe siècle
Jean-Philippe Luis (dir.)
2015
À la place du roi
Vice-rois, gouverneurs et ambassadeurs dans les monarchies française et espagnole (xvie-xviiie siècles)
Daniel Aznar, Guillaume Hanotin et Niels F. May (dir.)
2015
Élites et ordres militaires au Moyen Âge
Rencontre autour d'Alain Demurger
Philippe Josserand, Luís Filipe Oliveira et Damien Carraz (dir.)
2015