4. Prácticas en espejo: estructura, estrategias y representaciones de la nobleza en la nueva España
p. 135-169
Texte intégral
1Los debates historiográficos son sin duda alguna el momento y el lugar por excelencia de confrontaciones cuyos notorios desafíos ideológicos son aún más perceptibles con el tiempo. Así sucedió, en el campo americanista, con la polémica iniciada sobre el tema del “feudalismo” –y no tanto de la “feudalidad”, que habría conferido una dimensión muy diferente al debate si nos referimos a los escritos de Marc Bloch. No por ello la zona europea evadió estas discusiones, cuyo mérito a partir de entonces fue superar el economismo que impregnaba, que informaba, en el sentido aristotélico del término, las investigaciones anteriores. Como subraya Visceglia en una reciente elaboración acerca de la nobleza napolitana, esta reconsideración de los términos de la reflexión, este abandono mismo de la primacía de la economía desembocó en varias orientaciones cuya riqueza aún dista mucho de haber sido agotada. El redescubrimiento de una dimensión urbana del tema abordado (en aquel caso de la historia del Mezzogiorno y de una nobleza citadina y provincial a la que no cuadra la interpretación “patricia” postulada para Italia del Norte, pero no reductible a la interpretación “feudal”), el interés atribuido en lo sucesivo a las estructuras e identidades familiares a partir de las experiencias de la antropología y por último el “perfil cultural” de dicha nobleza, identificado a través de sus “representaciones ideológicas” (diversos tratados y escritos) y sobre todo de sus “prácticas sociales” como componente de una “cultura aristocrática” no anclada en el tiempo. Desde entonces, la nobleza se presenta como un “cuerpo social” diferenciado y estratificado a la vez y, además, atormentado por antagonismos que sin embargo no implican la autonomía de los subconjuntos que la constituyen: muchas de sus expresiones son en efecto manifestaciones de tendencias unifícadoras cuyo vector esencial es el lenguaje.1
2Sin que por ello sean absolutamente conformes con la categoría social que nos interesa en el marco de este artículo (es indudable que existen herencias perceptibles en términos de representaciones y de comportamientos, pero también adaptaciones y “recreaciones” en el marco del Nuevo Mundo), estas reflexiones acerca de un conjunto cultural antaño unificado desde el punto de vista socio-político (el imperio español) revalorizan sin embargo –procedimiento que sigue siendo una excepción para la zona “americana”-a un grupo social contrastado, extremadamente ambiguo. En este sentido, y a pesar de patentes diferencias estructurales (la nobleza de seggio, con una estricta definición territorial, tal cual nos la describe Visceglia, no tiene equivalente en tierras americanas), estas observaciones se incorporan a las problemáticas que abordamos inicialmente al estudiar a la nobleza minera de Zacatecas y más recientemente, con los matices regionales que se imponen, a la aristocracia mantuana de la provincia de Caracas.
3Tomando como pretexto este enfoque europeo en un marco geopolítico y en una época común (la evolución diferencial en el tiempo de estos dos grupos permite realzar algunas de sus características, en una especie de prisma o mejor dicho de “kaleidoscopio”),2 lo que desearíamos aquí es dar un enfoque cultural complementario de dichas investigaciones, más globalizante ya que su objeto es la Nueva España en su conjunto, más consciente asimismo de las aportaciones de la antropología cultural, presentando al mismo tiempo los primeros elementos de una futura síntesis. Identificar a esta nobleza, élite social, económica y cultural que evoluciona (característica de las “élites principales”) hacia una implantación cada vez más urbana, y por lo tanto su espacio social; determinar así su estructura y las identidades familiares, o incluso ciánicas, que se constituyen, el funcionamiento en redes que no por ello implican –como al parecer sucedió con la nobleza napolitana– la decadencia de los lazos verticales pero que permiten la profusión de los vínculos “horizontales”; las formas sociales y las estrategias, factores de permanencia –de una estructura social a pesar de la estirpe de los individuos, de las generaciones-, y, por último, más difícilmente identificables, las visiones del mundo, los modelos, esto es, los códigos culturales que presiden a dichas representaciones (las más notables y también las más contradictorias surgen en la “ambigüedad”, en el contraste que se afirma entre la “modernidad” económica abiertamente pregonada y modos de pensar tradicionales persistentes, así como las constantes referencias a situaciones “peninsulares”), yacen tras el conjunto de estos comportamientos, revalorados no sólo por las prácticas sino también por el discurso de esos aristócratas (difícil de reconstituir pero “accesible” en parte y de manera significativa gracias a los testamentos). Sin embargo, este enfoque conlleva una limitación cronológica. Por razones que obedecen a la modificación de los envites introducidos por la guerra de independencia y a la intrusión determinante de lo político en los debates que agitaron a los grupos dominantes a finales del siglo xviii, este estudio no abarcará más que el campo “colonial”, reservando a trabajos ulteriores el análisis de las fracturas inducidas por dicho proceso constitutivo de una identidad percibida y ya no de categorías sociales: de cuerpos, de estamentos, luego de grupos de intereses (fuertes implicaciones económicas), en definitiva identidad de orden en categorías, pero en lo sucesivo constitutiva de una nación.3
LINAJES (ESTIRPES) Y CLANES FAMILIARES: UN DOBLE FUNDAMENTO DE IDENTIDAD. DE LO SIMBÓLICO A LO REAL
4El origen de las estirpes indianas debe buscarse en una fuente peninsular (con la mayor frecuencia las provincias vascongadas) debidamente recordada en las relaciones de méritos y servicios previos, como la concesión de la cruz de una orden militar o de un “título de Castilla”. La familia noble, antes de asentarse en la larga duración y de transformarse en dinastía, se estructura en torno a un primer inmigrante que a menudo establece una alianza (matrimonial) con los conquistadores o sus descendientes inmediatos. Para los unos tanto como para los otros, este tipo de alianzas iniciales son la condición sine qua non de su inscripción en la larga duración. Además vemos, al leer los testamentos, las solicitudes de títulos de nobleza o de la fundación de mayorazgos, verdaderos “reinos en miniatura”, cuyo valor inicial puede superar el millón de pesos, como el del conde de Tepa, y en general los trescientos mil pesos como los de los marqueses de Vivanco, de Rivas Cacho, de Valle Ameno, etc.), que el sistema del parentesco se organiza no sólo en torno al autor del documento, por importante que sea, sino que se jerarquiza por generaciones y por estirpes que parten de antepasados comunes. Por otra parte, y paralelamente a la elaboración de alianzas con familias con mayor antigüedad en la región de nuestro estudio, están los que vienen a reunirse con parientes (patrilaterales) que se encuentran en las Indias (como la familia Campa Cos de Zacatecas). Tal es el caso en la Nueva Galicia, en la región de Guadalajara, donde una dinastía se estructura a partir de tres conquistadores del siglo xvi, Juan Fernández de Hijar, Alonso de Ávalos y Alvaro de Bracamonte: es la de los condes de Miravalle (título de 1690), representantes de la más antigua aristocracia terrateniente. En cuanto al vasco Francisco de Urdiñola, gobernador y capitán general de la Nueva Vizcaya, él es el origen de la formación de las primeras dinastías zacatecanas.4 La evolución no concluye simbólicamente hasta que la familia dispone de una residencia, de un palacio, no sólo en la capital regional sino también en la capital del virreinato.
5Desde la fase de asentamiento propiamente dicha (primera generación) se forman clientelas y parentelas que sustentan relaciones de dependencia medievales explícitamente manifiestas en el vocabulario empleado (criados, paniaguados...). A este respecto, tuvimos la oportunidad de estudiar el caso extremo del primer conde de San Mateo Valparaíso (el título data de 1727), “dueño y señor” de la región de Zacatecas, según la confesión de sus propias víctimas que fueron despojadas de sus tierras. La estructura piramidal definida de esta manera funciona igualmente en círculos concéntricos, que van de los parientes cercanos a los parientes por alianza (matrimonial, luego espiritual); los padrinos (un padrino y una madrina para un joven aristócrata; el padrinazgo exclusivamente masculino sólo se presenta, según todas las apariencias, entre los grupos sociales no dominantes) eran elegidos en primer lugar dentro de la esfera familiar y de todas maneras entre “iguales”, luego entre amigos, dependientes, “obligados” y demás subordinados (el padrinazgo tiene así un valor de lazo vertical, que induce una relación desde luego complementaria de protección/dependencia); los encargados de las “bajas faenas” (hacer reinar el orden instituido por el clan en la ciudad o la región, efectos “prácticos” de este tipo de alianzas) y los diversos empleados pero con una función precisa y que tienen responsabilidades por las cuales pueden ser incluidos en los círculos anteriores (capataces de las minas, administradores de las haciendas). Esta es también una prueba a contrario de los límites sociales asignados al padrinazgo. De hecho, los lazos de parentesco que los padrinos y madrinas, simples eslabones del rito de paso del bautizo, establecen en esta ocasión con los padres del ahijado tienen una finalidad inmediata e influyen en las relaciones que mantendrán con éstos. Observamos a menudo el vínculo supuestamente afectivo y social privilegiado que se establece con el ahijado en caso de una deposición (conflicto), o de la redacción de un documento (por ejemplo de un testamento: uno de los ejecutores testamentarios del marqués de Aguayo es en 1808 el ministro de la Audiencia y suegro de Ambrosio de Zagarzurieta) que requiría la presencia de testigos dignos de fe. Inútil decir que el padrinazgo como parentesco espiritual y “complejo de amistades formalizadas y de parentesco ficticio”5 va mucho más allá del intercambio de servicios y de honores; obliga al padrino a desempeñar el papel de protector, a facilitar la inserción social y las actividades económicas del ahijado, etc. La dimensión espacial del fenómeno resulta de la aptitud para controlar un espacio específico, a veces una región entera, como sucedió con el primer conde de San Mateo (y su ilustre sobrino Juan Alonso Díaz de la Campa), de quien se decía que podía ir de sus haciendas de Zacatecas a su palacio en la ciudad de México pasando exclusivamente por sus tierras; era conocido también por el eficaz control que ejercía sobre los miembros de la Audiencia de Guadalajara a cambio de generosas aportaciones que hacen de él el amo y señor de la Nueva Galicia.6
6De ahí las evidentes implicaciones económicas en lo tocante al funcionamiento de las empresas, familiares por definición, debido precisamente a la amplitud de la familia (recurso a los parientes cercanos: es el “clan” familiar propiamente dicho). Francisco de Urdiñola, gobernador de Nueva Vizcaya (este título es en realidad la concretización de una posición social basada en las actividades mineras, la adquisición de haciendas y la colonización del norte del virreinato, factor de aumento de su patrimonio), cuyo título nobiliario data de finales del siglo xvii, manejaba sus propiedades por intermediación de administradores que eran en realidad miembros de su familia: el ausentismo imputado con justa razón a numerosos hacendados –que preferían los faustos de la capital a la vida más ardua de sus haciendas provincianas– es relativo en este caso. Alianzas puntuales con representantes del gran comercio y de las finanzas le permitieron fortalecer sus propias actividades comerciales. En este sentido, por cierto, es en el que se puede hablar de “red” si se incluyen los demás tipos de relaciones antes definidas (y no exclusivamente los lazos de parentesco, sanguíneos o por alianza). A este respecto, el papel de los “amigos” es clave: son los “aliados por elección”,7 que no se confunden con los parientes, aun si son cercanos. Por último, agreguemos que el sistema del compadrazgo permitía a las viudas nobles fortalecer su posición social, brindándoles intermediarios masculinos cuando eran necesarios, sin que los intermediarios elegidos en dichas ocasiones gozaran de un poder permanente. La condesa de Miravalle recurrió a los servicios de tres “compadres”: Pedro Vargas Machuca, su abogado, José Cárdenas, su representante en la Santa Cruzada, y Pedro Romero de Terreros, su yerno y socio.8
7La amistad satisface también importantes funciones sociales: los amigos son un “vivero de intermediarios complacientes”, de consejeros y de banqueros/prestamistas, de fiadores, de arbitros en acuerdos concertados amistosamente, hasta de oportunidad de acercamiento entre los padrinos. Las amistades “útiles” y el parentesco espiritual se conjugan para formar un círculo –de confianza-que se amplía poco a poco: dentro de él se reclutan sobre todo los socios para alguna empresa económica (es el caso de los Fagoaga, o de Manuel Calixto Cañedo y Francisco Javier Vizcarra, para citar a personajes asentados en la región de Guadalajara/Zacatecas).9 Desde luego la amistad tiende al parentesco pero no se confunde con él verdaderamente más que en el plano espiritual. Es complementaria de los dos polos observados y de su trama de relaciones: de la alianza propiamente dicha (relaciones de parentesco, incluido el espiritual) y de la dependencia (protector/obligado). Es el “complemento intersticial y geográficamente limitado de la alianza, que ejerce sus efectos sobre todo ahí donde ésta no influye”.10 No implica sin embargo y en principio más que a individuos, pues la superposición de las demás formas de solidaridad descritas puede inducir desde luego una integración más sólida (de otro grupo) a una red.
8Aparte de los lazos de parentesco, es el compadrazgo el que ofrece las más sólidas garantías del buen funcionamiento de las clientelas que operan en las regiones distantes de la capital del virreinato (Zacatecas, Durango), pero asimismo de las asociaciones de tipo familiar (casa comercial de Francisco Ignacio de Iraeta o de los Fagoaga, compañías mineras “por acciones” de finales del siglo xviii en Zacatecas). En este sentido, la endogamia nobiliaria obligada en el matrimonio encuentra un equivalente menos estricto en la endogamia espiritual propia del padrinazgo, practicada desde luego en el seno de las élites pero ampliada, como ya vimos, en función de intereses económicos y, por qué no decirlo, políticos. A este respecto el papel del padrinazgo es de regulador, de estabilizador de los vínculos verticales que unen a individuos pertenecientes a grupos socioeconómicos diferentes. El compadrazgo representaba al mismo tiempo una garantía para el poderoso (existencia de una clientela o de aliados inmediatamente accesibles) y para los más humildes, además de la protección, una relativa autonomía personal y familiar que la relación de patronato no garantizaba de ninguna manera (riesgo de coacción). Esto indica el interés que existe para completar el enfoque genealógico clásico llamado “descendiente” (que se vuelve necesario por las referencias que hacen los interesados a los méritos de sus ascendientes, a veces la única razón que tienen ellos mismos de solicitar un favor al monarca) por el método de las genealogías llamadas sociales (utilizadas por ejemplo por Adelina Daumard), que permiten identificar en parte estos diferentes estratos (su nivel y su composición), luego evidentemente por la prosopografía, cuyo carácter sistemático de “biografía” colectiva hace de ella una herramienta ideal para alcanzar una percepción más completa de estas élites novo-hispanas. Señalemos que dicho modelo (aunque éste no es el objeto del presente estudio) coincide con modalidades por cierto diferentes al considerar envites menores (de ejercicio del poder y del recurso a conocimientos precisos) en niveles “inferiores” de la sociedad indiana: basta considerar las prácticas de exclusión de las castas entre la población de origen africano más marcado.
9La estructura familiar como tal sigue siendo ante todo una organización patriarcal de las empresas dirigidas por las “grandes familias” de la ciudad de México. Kicza evoca con justa razón el “imperio económico diversificado de una familia extensa”.11 Sucede lo mismo en Zacatecas, en donde la integración de las actividades económicas (verticalidad, dicho de otro modo: control de todas las actividades necesarias para el buen funcionamiento de la economía minera, desde el suministro por parte de las haciendas agrícolas a la familia y todas las etapas de la producción, de la mina a la hacienda de beneficio, sin olvidar el control de la administración local, como las alcaldías de Zacatecas, Fresnillo y Sombrerete) queda garantizada por los miembros de una misma familia, práctica particularmente desarrollada por los Campa Cos en Zacatecas y Sombrerete y frente a la cual los visitadores son impotentes. Además, esta práctica no era privilegio de las “élites” económicas: muchos pequeños comerciantes o artesanos de la ciudad de México recurrían a ella con frecuencia. Al igual que los “nuevos ricos”, como los representantes de la familia Sánchez Navarro, que introducen con regularidad a otros parientes en los negocios familiares del norte de la Nueva España. Las responsabilidades contraídas en las altas esferas de la administración del virreinato no impiden a algunos individuos asumir responsabilidades más inmediatas en el seno del clan familiar: Kicza cita por ejemplo el caso del criollo Diego Fernández de Madrid, durante largo tiempo oidor de la ciudad de México pero quien se puso al servicio de su familia, administrando en particular la hacienda que su hermano poseía en Nuevo León.12
10En definitiva, y con excepción –pero relativa– de los “patriarcas” que dirigen a los clanes familiares (papel en ocasiones asumido por la viudas), los representantes de la nobleza de la Nueva España difícilmente pueden ser percibidos como individuos autónomos, en particular en el uso de su nombre y de su patrimonio. Se inscriben en una red de relaciones en las que el origen común –con frecuencia ubicado en un solar español– y las alianzas de parentesco proporcionan una cohesión segura. Contrariamente a los “grupos de presión”, expresión de intereses económicos (Tribunal de Minas, consulados de Comercio) que se afirman durante el último tercio del siglo xviii y en vísperas de la independencia, los grupos familiares, hasta la “gran familia” de los aristócratas a la que alude Doris Ladd con mucha razón desde las primeras páginas de su obra, se inscriben en una estirpe noble explícitamente presente en el uso de un apellido y de un título (al que a menudo se asocian bienes vinculados o mayorazgos). Se trata en realidad de un “actor colectivo” que induce solidaridades específicas (las de la estirpe predominan sobre la de una estirpe originada en un solo individuo) comparables a las de las “casas” de la Italia renacentista.
11Se observan además estas solidaridades específicas en las últimas voluntades manifestadas por los aristócratas: se elige sobre todo como ejecutores testamentarios o tutores de los hijos, si éstos no han alcanzado la mayoría de edad, al otro cónyuge o a parientes cercanos (a menudo los padres, luego los hermanos o primos, como en el caso de Francisco Manuel Sánchez de Tagle, primo del conde de San Pedro del Álamo, encargado por este último no sólo de cuidar a sus herederos directos –sus hijos-, sino también de administrar las propiedades reunidas en el seno de los extensos mayorazgos de San Pedro y de San Miguel: sólo las haciendas de Parras y de Patos tenían un valor estimado de más de un millón de pesos y el del conjunto de las propiedades era de 3 797 309 pesos en 1781); luego vienen los parientes por alianza (padres políticos), los compadres y los amigos. Durante la redacción de un poder (“poder para testar”), las elecciones que se realizan son asimismo significativas de las solidaridades antes evocadas: en 1748, Francisco Valdivielso, quien reúne en su persona los títulos de conde de San Pedro del Álamo y marqués de San Miguel del Aguayo, elige al obispo de Durango, don Pedro Sánchez de Tagle, al lugarteniente coronel Antonio Sánchez de Tagle, caballero de la orden de Santiago, regidor de México y compadre del conde, y al general Francisco Sánchez de Tagle, caballero de la orden de Alcántara (el obispo y el general eran sus sobrinos). A los tres personajes conferirá las responsabilidades de ejecutores testamentarios y tutores de sus hijos, y la expedición de los asuntos corrientes, incluyendo la solución de un litigio en relación con la venta de una hacienda. La solidaridad de la estirpe resulta determinante aun en el momento de la elección de un “patrón” para una de estas “inversiones mixtas”, al mismo tiempo sociales y religiosas, como son las capellanías: la fundada en 1763 por el mismo conde de San Pedro, con un valor de cuatro mil pesos, debía corresponder a un hijo, o bien a un pariente cercano del conde o de la condesa (se deben decir 25 misas por año por la salvación de su alma así como por la de las personas mencionadas en esta fundación; esto en el templo en el que sería enterrado el conde, y sobre todo durante las festividades consagradas a la virgen María). Lo mismo sucede con las ocho capellanías llamadas “laicas” (algunas fundadas por el abuelo Dámaso de Zaldívar: cuatro de ellas valían cuatro mil pesos) que le tocaron a Miguel de Berrio, marqués del Jaral, en 1779. La pertenencia a una determinada familia contribuye a ampliar la influencia de ésta en un extenso grupo al mismo tiempo que le brinda una poza en cuyo seno se eligen negociantes y administradores. En un principio (al inicio de la “carrera”, o en la transmisión de un patrimonio), los herederos directos se encuentran situados desde luego en la primera fila; les siguen tíos, primos y sobrinos, que se convierten rápidamente en socios muy apreciables, no fuese más que en el ejercicio de responsabilidades complementarias (abogados, clérigos, alta administración –jueces o funcionarios de finanzas-, comerciantes, militares), capaces de garantizar la buena marcha de los asuntos familiares. Antonio de Bassoco hizo venir de España a cinco de sus sobrinos, a los que colocó en sus empresas comerciales. Pero ninguno de ellos heredó el título nobiliario o la fortuna, que pasaron a otro sobrino del mismo origen, al parecer más talentoso que sus alter ego.
12Éste es también el camino recorrido por otros nobles comerciantes, como Francisco Ignacio de Iraeta, quien hizo venir a por lo menos cuatro sobrinos y un primo: dos de ellos siguieron la carrera eclesiástica, otro se hizo militar y concluyó una alianza de intereses con la familia Alamán de Guanajuato. Otro se hizo socio de primera importancia y administrador de una hacienda de caña de azúcar. Otro más, después de haber desposado a una de las hijas de Iraeta, dirigió la casa comercial de éste hasta su muerte. La familia Icaza, emparentada con los Iraeta y los Iturbe, presenta una estructura similar: uno de los hermanos, exportador de cacao en Guayaquil, trataba con sus parientes de México, sin importar si se trataba de los Icaza, de los Iraeta o de los Iturbe. A su vez, dos de los hijos de los hermanos Icaza llegaron a ser grandes comerciantes, miembros del consulado de México. Una de las hijas de Francisco Ignacio de Iraeta, Ana María, casó con el peninsular Cosme de Mier y Trespalacios, alcalde del crimen en la ciudad de México. En cuanto a Margarita, casó con su primo Gabriel de Iturbe e Iraeta, subteniente del Regimiento de Comercio en la ciudad capital, alianza que ayudó a la noble familia (originaria de Guipúzcoa) a asegurar su dirección (Gabriel remplazaba a su tío durante las ausencias de éste) y al interesado a incrementar su prestigio personal, ya que llegó a ser alcalde ordinario y luego regidor honorario de la ciudad de México. La eficacia de las alianzas matrimoniales fue tal que en 1812 estas tres familias contaban con cinco de sus miembros en el Consulado (sólo uno era peninsular).13
13Los principios de organización y de funcionamiento de los clanes familiares –a veces singularmente extensos si se considera el papel atribuido a los clientes, a los parientes “espirituales” (compadres) y a los amigos– se superponen a los de las estirpes, llevando a cabo entonces una eficaz complementación de los vínculos verticales y horizontales en sus diferentes acepciones. Ésta es una de las explicaciones del éxito de los condes de Regla. El compadrazgo y el padrinazgo funcionan tanto entre iguales (los padrinos de un futuro conde o marqués siempre son nobles) como en una relación vertical protector/obligado cuyos antecedentes medievales no es ya necesario subrayar. Una vez más, las analogías con la Italia del Renacimiento son evidentes: ¿acaso no encontramos en la conjunción de la parentela y de la clientela de los poderosos de la Nueva España a ese “grupo personal” centrado alrededor de un individuo, que evoca Klapisch-Zuber a propósito de los toscanos de los siglos xiv y xv? Si se considera el ejemplo de los marqueses del Apartado, ilustres representantes de la aristocracia criolla de la Nueva España, esta conjunción es particularmente significativa. El marqués, Francisco, desposó en 1772 (a los 47 años) a la hija del oidor decano de la Audiencia de México, Antonio de Villaurrutia, de unos veinte años de edad. Las hijas del marqués tuvieron un destino comparable al de su madre María Magdalena y fueron los instrumentos de alianzas concertadas, con el conde de Alcaraz (María Josefa) o con el sargento mayor del Regimiento de Lanceros de Veracruz, el malagueño Manuel Rangel (María Ignacia), alianzas realizadas en la capilla de San Francisco Javier, sita en la hacienda que los Fagoaga poseían en Tlalnepantla. Josefa María habría de casarse con su primo José María Fagoaga: en esa ocasión, los padrinos fueron el padre del novio, Juan Bautista Fagoaga, y la madre de Josefa María, María Magdalena Villaurrutia, entonces viuda y marquesa del Apartado. El sacerdote que confirmó esa alianza pertenecía a su vez a la familia, pues se trataba de Ciro Ponciano Villaurrutia, tío de la novia. El fundador de la dinastía, el guipuzcoano Francisco de Fagoaga e Iragorri, fue quien inauguró este tipo de prácticas al unirse a la hija de un comerciante también vasco, Juan Bautista Arozqueta.14
14La referencia a una estirpe –más que a un linaje, no lo bastante inscrito en la larga duración– se vuelve entonces una necesidad para los representantes de las élites nobles. No carente de implicaciones ideológicas (véanse los testamentos explícitos sobre este punto), la estirpe se vuelve materia de reflexión en los casos en que la alianza (pero sólo cuando es generadora de lazos horizontales, de parentesco efectivo), preside su mantenimiento e incluso su supervivencia y su longevidad, característica esencial de las élites llamadas principales, particularmente hábiles para eludir los riesgos que conlleva la sucesión de las generaciones. Lo atestigua la importancia capital que se daba a los apellidos y títulos (acompañados de los escudos de armas que a menudo hacían referencia a antecedentes peninsulares), evocados sin rodeos en los testamentos y tal vez más aún en ocasión de la fundación de mayorazgos: la conciencia familiar pasa por la obligación de usarlos que se impone a los beneficiarios y herederos principales, so pena de ser excluidos definitivamente de los beneficios indicados. Se encuentran excluidos de su beneficio también los religiosos renegados perseguidos por la Inquisición, por el motivo que fuese, y los hijos naturales (aunque algunos, como Juan Moncada, tercer marqués de Jaral, no dudan en “legitimizarlos”, precisamente para que puedan tener acceso a una parte de la herencia, pero esto después de la independencia...); todo heredero cuya salud física o mental deje qué desear (mudos, ciegos, locos, etc.), o los residentes en Europa (caso del mayorazgo de San Mateo Valparaíso/Jaral de Berrio, lo que permite excluir con mayor seguridad de dicho beneficio al ambicioso marqués de Moncada, esposo de la heredera Mariana de la Campa Cos...).
15En lo que se refiere a la alta nobleza, no se trata entonces de “renovación” (por integración de elementos exteriores a la aristocracia), práctica reservada a las élites secundarias. Señalemos asimismo que, a diferencia de la situación indicada para la Italia del Renacimiento (Toscana), el papel de las mujeres no sólo es “utilitario” (forjar y concretar alianzas) y no son excluidas del sistema de filiación y de herencia (aun cuando ocupan un lugar secundario con respecto al heredero varón, sobre todo para la ascensión a un mayorazgo) ni de la dirección de una empresa familiar. Baste mencionar la suntuosa dote (proporcionada no sólo por sus padres sino también por su tío el conde) de la que gozó María Magdalena Dávalos y Orozco, futura condesa de Miravalle: entre otros, diez mil pesos en bienes muebles y siete haciendas y ranchos situados en el noreste de México y otra hacienda ubicada a proximidad de la capital (en Tacuba). La condesa del Álamo, María Joaquina de Valdivieso Sánchez de Tagle, recordará sin embargo haber recibido una dote de 30 975 pesos y cuatro reales, debidamente señalada en su testamento. Asimismo, las mujeres manifiestan una insistencia particular en evocar su dote en el momento de la redacción de sus últimas voluntades, aun si ésta no fue objeto de conflictos o de reivindicación familiar. Las arras y las dotes constituyen, llegado el caso, un complemento no despreciable para el equilibrio financiero de la pareja aristocrática: a raíz de su segundo matrimonio con Antonia Villamil y Rodríguez, el marqués de Aguayo se encontraba en una situación financiera poco envidiable, atribuida por el interesado a las “convulsiones políticas de esta América”; su suegra, doña Ignacia Rodríguez de Velasco, le entregó entonces seis mil pesos en especie: “Eran para que sobrellevara con el lustre correspondiente los primeros días de nuestra compañía conyugal interin se reponía a su elasticidad el resorte de bienes raíces y semovientes de que había de ser dueño” (el mayor latifundio de la Nueva España, situado al norte del virreinato, que constaba de los mayorazgos de San Miguel de Aguayo y de San Pedro del Álamo).15 Al paso del tiempo, y tomando en cuenta la extensión que llegaron a tener las empresas familiares de esta élite económica y social, pero también la extrema dificultad para fundar un mayorazgo (práctica reservada por añadidura a la muy grande nobleza y severamente restringida por los decretos reales de 1795), las prácticas endogámicas dominan las estrategias de las alianzas matrimoniales (entre primos, sobrinos y tías, etc.). La propia familia Valdivielso recurre a ellas, a pesar de la existencia de dos imponentes mayorazgos: en 1785, María Joaquina de Valdivieso Sánchez de Tagle, condesa del Álamo, se casa con su primo José Manuel de Valdivieso Barreda Gallo Azlor y Villavicencio, conde de San Pedro del Álamo, capitán de las milicias provinciales de México. La conservación de ciertas propiedades en el seno de la familia conduce al marqués de San Miguel a favorecer otra unión de este tipo en 1808, entre su hijo Francisco Javier, niño enfermizo, y su nieta, María Dolores, cuarta condesa de San Pedro del Álamo. En este sentido, la endogamia tal como fue practicada por las élites nobles de la Nueva España tiene como consecuencia el fortalecimiento de la solidaridad del grupo, a semejanza de otras prácticas como la pertenencia a hermandades y demás asociaciones corporativas (gremios).
PERPETUARSE EN EL HONOR: LAS ESTRATEGIAS DEL HONOR, DEL MÉRITO Y DEL DINERO16
16Las estrategias de inserción en el seno de las élites principales, coronadas como lo vimos por un título de nobleza –aun cuando, paradójicamente, se haga referencia a una nobleza previa debidamente corroborada desde la Península-, difieren de manera sensible de las aplicadas a fin de preservar esta condición social excepcional. Por otro lado, pareciera ser esta transición de la simple preservación de un patrimonio y de una posición social significativa a su revalorización (toma de conciencia de realidades económicas cambiantes) y a su desarrollo lo que confiere realmente a la nobleza de la Nueva España la característica de “élites”, con todas las variantes que ello supone. En caso contrario, y tal como lo demuestran las dificultades que enfrentan los aristócratas tradicionales –no implicados en “empresas” económicas diversificadas e integradas-, como cuando deben pagar sus derechos de “lanzas” (en ocasión de una sucesión) o de media-annata, correspondiente al uso del título nobiliario, nos encontramos ante un conjunto de actitudes y de comportamientos muy similares a los manifestados y criticados por sus contemporáneos en la península. Señalada por John Kicza a propósito de los “empresarios” de México, la diversificación de las inversiones y la persecución de cargos honoríficos o la pertenencia a instituciones corporativas, como el Consulado Comercial, son imperativos de los cuales no es posible sobreseerse. Pero hay antecedentes: a partir del siglo xvii, fueron los encomenderos quienes supieron hacer mejor uso, y más rápido, de la fuerza de trabajo que les era confiada, además de que diversificaron sus actividades (agricultura, minas, comercios variados), fundando fortunas duraderas.17
17Esta modificación o necesaria adaptación de los comportamientos se manifiesta con mucha claridad en los linajes fundados por grandes mineros. Determina en realidad la longevidad de las dinastías creadas. Sobre todo en la segunda mitad del siglo xviii, en que se renuncia a las actividades económicas aleatorias (minas) aun cuando hayan sido el origen de una fortuna para invertir en la tierra, fuente de prestigio social y... eventualmente de crédito (sobre todo después de la intervención de la iglesia: censos).18 Las estrategias de acumulación de las fortunas difieren pues sensiblemente de las aplicadas a fin de preservar esas mismas fortunas a lo largo de las generaciones. El procedimiento inicial consiste sin duda alguna en acumular capitales: éstas son las posibilidades que ofrecen las minas y el comercio, pero un alto funcionario o un encomendero podían utilizar sus prerrogativas también para llevar a cabo dicha acumulación primitiva, operación siempre realizada dentro del marco familiar antes descrito (véase el notable ejemplo en este sentido de Francisco de Urdiñola).
18Numerosos hombres de negocios prósperos empezaron su carrera en modestas empresas pertenecientes a miembros de su familia, utilizando su talento y los recursos familiares para hacer fortuna. Sin embargo, la diversificación de las inversiones, factor de preservación de los patrimonios, no carecía de riesgos, habida cuenta de la creciente orientación de la economía novohispana en favor de ciertos tipos de mercado y de la competencia existente. Así, pues, los marqueses de San Miguel del Aguayo, a la cabeza del mayor latifundio de la Nueva España, se vieron en la obligación de ceder algunas de sus propiedades a la familia Sánchez Navarro, entonces en pleno ascenso social. Antes de que ocurriera esta desventura, la condesa de Miravalle, heredera del mayorazgo del mismo nombre y descendiente de los conquistadores Alonso de Ávalos y Alvaro Bracamonte, había sido intimada a pagar las deudas de su difunto esposo, deudas que representaban una parte importante de la sucesión, por un funcionario de la región de Tepic; evadiendo la detención decidida por la Audiencia de la Nueva Galicia (“arresto domiciliario”), la condesa se trasladó a la ciudad de México a fin de apelar, refugiándose en la casa paterna en compañía de sus nueve hijos; sus derechos de viuda fueron defendidos allí en representación de los intereses más generales de la estirpe.19
19Por otro lado, las élites secundarias, de tipo administrativo u otras, calcan sus prácticas de las de la alta nobleza: las adquisiciones de haciendas y sobre todo las estrategias matrimoniales están en la base del nivel y del ascenso social. Sólo el arsenal de las Leyes de Indias y sus prohibiciones jurídicas, prudentemente consignadas por la corona a fin de evitar las relaciones demasiado estrechas entre sus ministros y sus administrados (lo que nunca será más que una “adaptación” al medio americano) y demás vasallos (como la prohibición a un alto funcionario de casarse en su jurisdicción), canalizan en realidad prácticas destinadas a un notable porvenir.20 Lo mismo sucede cuando se trata de entrar en las más selectas cofradías, como la de Nuestra Señora de Aranzazú o la del Santísimo Sacramento, en la ciudad capital. Sin embargo, en vista de estudios recientes, es evidente que “la pertenencia al mundo de los cargos de finanzas garantizaba a sus titulares un prestigio no despreciable en la sociedad colonial de la Nueva España”, haciendo de dichas élites administrativas los “enlaces buscados en las estrategias sociales de las élites coloniales”: y para las primeras, el matrimonio era sinónimo de afirmación socioeconómica, incluso de “materialización del ascenso social”.21
20Las estrategias matrimoniales, en tanto que alianzas concertadas y factores de consolidación (más tal vez que de adquisición) de los patrimonios (directamente por alianzas con los poseedores de bienes raíces y de capitales o de manera más indirecta con personas susceptibles de garantizar su defensa, como sucedía con los funcionarios reales, parientes o demás “aliados”), alcanzan a veces un nivel de contradicción tal que, sin embargo, quizás no iguala la extrema imbricación que se alcanza en la capitanía general de Venezuela: con el objeto de preservar su patrimonio y por ende su honor, en la aristocracia criolla de fines del siglo xviii se realizan uniones entre primos hermanos. Las dispensas por consanguineidad ponen de manifiesto múltiples vínculos sanguíneos entre los interesados. Implicada en la publicación de las reales pragmáticas sobre el matrimonio (de 1776 y 1778 para los territorios de América, y sobre todo de 1803), la iglesia sanciona a la vez la segregación económica, étnica y social (los padres pueden oponerse a una unión “desigual”...). De lo que se trata en realidad es de preservar los intereses económicos de las élites, lo que subraya con acrimonia el misántropo de El Periquillo Sarniento:
Ordinariamente los matrimonios de los ricos se reducen a tales y tan vergonzosos pactos que más bien se podrían celebrar en el consulado, por lo que tienen de comercio, que en el provisorato, por lo que tienen de sacramento. Se consultan los caudales primero que las voluntades y calidades de los novios.22
21Las costumbres y los códigos sociales que resultan en la práctica de la endogamia nobiliaria son ratificados por la legislación, siguiendo con ello una tendencia muy común del derecho indiano. De modo más simple, las alianzas matrimoniales entre grandes hacendados y comerciantes se presentan como una fuente de crédito particularmente vital si se conocen un poco los mecanismos de funcionamiento del crédito en una economía, colonial y la inexistencia de una institución bancaria formal: éste es el sentido de las alianzas realizadas entre los Fagoaga y los Bassoco/Vivanco o también de las prácticas identificadas por Lindley para la región de Guadalajara, que por otro lado facilitan cierta circulación de los bienes (haciendas no “vinculadas”...) en el seno de las familias implicadas. Otra manifestación más original de la endogamia practicada por esas élites es la que orienta no la elección de los cónyuges sino la de sus padrinos. Aunque siguiendo la lógica de las alianzas antes descrita, los Fagoaga eligieron así a los padrinos entre sus parientes, fortaleciendo así los lazos en el seno de la parentela y... las obligaciones de los miembros de la familia: de 1716 a 1801, es decir unos veinte matrimonios y bautizos, 44 % de las 36 personas solicitadas como padrinos o testigos eran parientes cercanos del interesado. No por ello se menosprecia la alianza “externa”: entre el número de los padrinos y testigos reclutados por los Fagoaga figura el superintendente de la Real Casa de Moneda (1786, en una fecha en que los Fagoaga ya habían perdido el monopolio del Apartado) y varios vascos destinados a tener un papel importante en la empresa familiar, incluso como ejecutores testamentarios. Hasta en la administración de los sacramentos la familia recurre primero a sus miembros más cercanos, luego a los parientes lejanos y por último a “amigos”, pero siempre originarios de Guipúzcoa, Álava o Viscaya. Además, esta práctica existía desde mucho antes de que Francisco Fagoaga emigrara a México y de que sus actividades económicas (comercio y minas) le procuraran una posición social notoria en el seno de las élites locales.23
22Sin embargo, algunas familias de la más alta nobleza rechazan este tipo de alianzas “oportunistas” consistentes en volver a dorar puntualmente su blasón: tal fue el caso de los condes de Miravalle, quienes se niegan a dar a sus hijas en matrimonio a comerciantes españoles. Semejantes prejuicios de casta dejaban a la condesa heredera pocas alternativas: por una parte asegurar el porvenir de sus hijos de manera que los matrimonios (como el de María Antonia con el Rico Pedro Romero de Terreros, con una estirpe entonces poco extensa...) y las profesiones (cargos del Tribunal de la Cruzada, del Tribunal de Cuentas, en otras palabras prestigiosas carreras de altos funcionarios –entonces en boga en México–, en particular en el caso de su hijo Joaquín; en cuanto a su hija María Josefa, tomó los hábitos religiosos en el prestigioso convento de Jesús María) incrementaran el patrimonio familiar, tanto en el campo espiritual como en el material; por otra parte la administración puntillosa de sus propiedades (préstamos del Fondo de la Inquisición, de comerciantes y procedentes de las capellanías, administración familiar en compañía del yerno y compadre Pedro. Romero de Terreros) y por último, estrategia más sorprendente, una tendencia pleitista constante, en cuanto la corona, los vecinos o los parientes amenazaban de alguna manera sus derechos (cargos de la Santa Cruzada adquiridos por la familia en 1625 pero cedidos en parte a los jesuitas por tíos maternos).24
23El papel determinante de las empresas con carácter familiar es particularmente significativo en esta fase de la evolución de las principales élites, salvo excepción y los notables precursores que evocábamos en la primera parte de este estudio (familia Campa Cos, de los condes de San Mateo Valparaíso instalados en Zacatecas). Éste fue el caso de las familias integradoras como los Cañedo, Porres Baranda, Portillo y Villaseñor en Guadalajara, familias al mismo tiempo generadoras de crédito y de inversiones en la economía local, pero también pilares de la vida religiosa, cultural y política. El honor, el mérito y el dinero hacen, pues, que en 1805 los representantes de una aristocracia terrateniente (de ahí al parecer el término de oligarquía utilizado por Lindley) pero muy identificada con los grandes comerciantes criollos (cereales, ganado y demás productos de las haciendas) sean susceptibles de ser ennoblecidos (como Tomás Ignacio Villaseñor). Sin embargo, se plantea un problema en la época de la independencia: ¿se transforman las empresas familiares descritas por Lindley (más cercanas a las élites secundarias, salvo excepción) en compañías con responsabilidad limitada y en instituciones de crédito? Éste no es realmente el caso de los grandes aristócratas afectados por el decreto llamado de “consolidación de vales reales” en 1804... o de aquellos cuyas propiedades fueron destruidas por la revolución y que debieron abandonar la Nueva España debido a sus orígenes –o alianzas– “españoles” demasiado recientes.25 Las identidades (los apellidos) y los vínculos políticos de las familias (élites) sufrieron pocos cambios. Sin embargo, los acontecimientos de los años 1810 a 1821 modificaron en forma sensible las condiciones en que operaba la empresa familiar. Las consecuencias finales de las nuevas formas de asociaciones comerciales se manifestaron algunos decenios después. Bancos, fábricas, ferrocarriles: la independencia abrió el camino a otra fuente de capital comercial (inversiones extranjeras) y a la especulación sobre las tierras y, al oficializar las transacciones basadas en el crédito, por el sesgo de dichas asociaciones, que liberan públicamente a sus miembros de las numerosas obligaciones que conllevaban los lazos de parentesco... pero demuestran asimismo la capacidad de adaptación de algunas de dichas élites. Sin embargo, las compañías descritas, en tanto que formas nuevas de asociación mercantil, existían ya entre los “empresarios” de los grandes centros mineros; piénsese en las verdaderas “compañías por acciones” que operaban en Zacatecas en los años de 1790...
24En cuanto a la fuente esencial que constituyen los testamentos, éstos proveen tal vez más informaciones acerca del lugar del parentesco en las relaciones sociales y el sistema de valores de la aristocracia de la Nueva España y, de manera general, de las élites locales que de las reconstrucciones genealógicas en el sentido estricto, aun cuando el interés que presentan estas últimas es indiscutible. Además, el papel del parentesco sigue siendo igual de esencial en la sucesión de las generaciones que, inevitablemente, provoca una división del patrimonio. Salvaguardado muy a menudo por medio de un mayorazgo, éste toca naturalmente al hijo mayor. Sin embargo, a partir del siglo xviii se multiplican las incitaciones paternas a que éstos guarden cierta forma de solidaridad con su familia. Tal es el caso significativo del cuarto marqués de Aguayo, Pedro Ignacio Echevers Espinal, quien confirma en su testamento de 1802 las modalidades de sucesión de su mayorazgo: “en cuyo mayorazgo conforme a la fundación a que me remito deberá su-cederme mi primogénito hijo varón, esperando atienda a sus hermanos y hermanas con las asistencias correspondiendo a su ilustre cuna y sentimientos de amor...”.26
25En este caso preciso, los mayorazgos de San Miguel y San Pedro ya habían sido objeto de medidas de preservación: en 1772, se comprueba que los bienes de la familia –entre otros estas haciendas descritas con admiración por el padre Morfi– siguen indivisos, por voluntad de los fundadores de la dinastía y de sus herederos, José Francisco Valdivieso y Azlor, conde de San Pedro del Álamo, y su hermano Pedro Ignacio, marqués de San Miguel del Aguayo, ayudados por Francisco Manuel Sánchez de Tagle, miembro de la orden de Alcántara, ejecutor testamentario de su tío (es decir, el padre de José Francisco y Pedro Ignacio) y tutor de estos últimos, pero bajo cuyo reinado se producirá sin embargo la decadencia de la dinastía. Además, el papel asumido por los condes de San Pedro (presidio del Pasaje) y los marqueses de San Miguel del Aguayo, en calidad de fieles vasallos de la corona, en la defensa de los territorios del norte de la Nueva España y en particular de la Nueva Viscaya, víctimas de las constantes hostilidades de los indios “bárbaros” (ataques de convoyes y de haciendas, lo que exige el mantenimiento en el lugar de un verdadero ejército privado), es en parte el origen de las dificultades financieras que enfrenta el clan familiar a partir de los años de 1750. Los condes de Valle de Súchil encararán dificultades comparables para conciliar condición social y necesidad de garantizar la pacificación de los territorios de la Nueva Vizcaya.27
26De los dos mayorazgos correspondientes a los títulos de nobleza, se decía de manera significativa “que están hechos un cuerpo y compañía...”. Se precisaba con prudencia que, en la medida en que todos los bienes comunes estaban grabados con hipotecas, el conde deseaba que después de su deceso el conjunto de los bienes citados se conservara bajo la administración de su hermano, el marqués de San Miguel del Aguayo, y que por esa razón no debía haber ninguna repartición entre los herederos, todo ello manteniendo la “paz” y evitando que reinara la “discordia”.28 El estudio de sus orígenes tanto como de las estrategias de mantenimiento de las dinastías demuestra en realidad que si las élites se definen primero por el honor (aristócratas o notables procedentes de un “ascenso social” justificado por los valores predominantes), “por su parte, las aristocracias se definen ante todo por su relación con el poder, un poder en el que el prestigio de la estirpe y del patrimonio tiene todavía un enorme papel”. El problema es entonces saber si las aristocracias –las de la Francia del Antiguo Régimen tanto como las de la América española– siguen siendo élites en el sentido antiguo del término. Tal parece que sí, si se consideran sus comportamientos y sus estilos de vida:
Al mismo tiempo que se adhieren a las representaciones y a los valores comúnmente recibidos, se transforman poco a poco, ya sea en instrumentos al servicio impersonal del estado, o en grupos de presión que intentan canalizar y monopolizar los influjos procedentes del poder central. Así pues, tienden a reconciliarse con una lógica de dominio, pero en el plano institucional y político; en el terreno social, se perciben todavía como pertenecientes al mundo de la “gente de honor”.
27Permanencen divididas entre el contenido “moral” de la preeminencia y las prácticas dominadoras del poder.29
REPRESENTACIONES
28Las contradicciones inherentes a la nobleza de la Nueva España, sus aparentes ambigüedades estructurales, su sistema de valores y de representaciones habían sido percibidos con mucha precisión por algunos contemporáneos. La obra de Lizardi (El Periquillo Sarniento), a la que ya nos referimos en otro estudio, o la de Manuel Payno, ligeramente posterior en sus referencias pero no menos precisa, Los bandidos de Río Frío, ya son conocidas desde entonces.
29Pero los viajeros extranjeros no se quedan atrás: así, Humboldt señalaba, entre otros símbolos que se ofrecían a las miradas ajenas sin mediación alguna, que un noble estaba obligado a montar a caballo, aunque careciera de calzones... Brading recuerda con justa razón que la mayor parte de las cruces de las órdenes de caballería, que eran “órdenes nobiliarias”, fueron concedidas a lo largo del siglo xviii. Se esperaba que habitaran en suntuosas casas con una servidumbre numerosa (hasta 42 personas, en el caso de Gabriel de Yermo), como lo demuestran los palacios de tezontle que adornan las calles de la ciudad de México, y de los cuales los más conocidos son tal vez los de la calle San Francisco, obra de los marqueses de Jaral. Los retratos de los nobles, esas galerías completas de retratos que a menudo se observan en las iglesias o conventos fundados por aquellos poderosos personajes (véase Santa Prisca en Taxco y los retratos de los De la Borda, o el convento de Guadalupe en Zacatecas, en donde dominan los retratos de cuerpo entero de los... Campa Cos, o también los antiguos palacios de los condes de San Mateo y marqueses de Jaral, actuales sedes del Banco Nacional de México) confirman por otro lado esas suntuosas costumbres, el “afán de emulación en la indumentaria” y el gusto de la apariencia en general (incluyendo el uso de joyas y de armas, la abundancia de criados –esclavos africanos-, caballos y coches que en la ciudad de México, de manera más ostentosa que en las grandes ciudades del virreinato –Guanajuato, Zacatecas-, traduce una pertenencia tanto social como étnica. El papel del prestigio y de la notoriedad en la preeminencia social hace que en una sociedad de Antiguo Régimen toque “naturalmente” a las élites representar al conjunto de los subditos del monarca. En este sentido, y contrariamente a la situación observada en Francia, la dualidad de las élites novohispanas de que hablamos antes (resultado sobre todo de su modernidad económica al mismo tiempo que de comportamientos tradicionales perceptibles en la búsqueda de honores –títulos nobiliarios o el estilo de vida-) va en contra de la correlación señalada habitualmente entre la transformación de las élites superiores en aristocracia y la decadencia progresiva de las estructuras representativas. La presión de los acontecimientos a principios del siglo xix tiene sin duda un papel esencial en esta evolución diferencial observada en América.
30Sin embargo, el “margen de maniobra” frente a los modelos institucionalizados sigue siendo más importante en la cima de la escala social. Rabell lo percibió bien a propósito de la ilegitimidad muy difundida en la región de Guanajuato: para las “élites secundarias” que aspiraban más que sus mayores a “ascender en la escala social”, el respeto de las costumbres, códigos y modelos no padece alteraciones en lo que se refiere al individuo. En un nivel “superior” al de los españoles/peninsulares tanto como de los criollos, la estirpe es la que constituye el punto de referencia, la dinastía: es el honor de una familia, de una estirpe lo que importa, y los accidentes que jalonan la trayectoria de un individuo pueden ser aminorados o simplemente callados, desechados. Esta visión, desde luego no desprovista de ambigüedad, es presentada de manera explícita en los votos formulados por el conde de San Mateo a propósito de su hija y heredera Ana María. Y de hecho es el nombre de una “casa” lo que queda y se transmite a la posteridad si se sabe prevenir la dispersión de un patrimonio por herederos poco solícitos.30
31El aristócrata como mediador cultural (y más aún si se trata de un criollo) vive en realidad en un doble universo, pero en una cotidianidad profundamente americana, como lo subraya Alberro, en el seno de su propia clase (comodidad de lenguaje) y de la sociedad novohispana en su conjunto: tiene valor de ejemplo, en su comportamiento tanto como en su apariencia; con frecuencia es un benefactor reconocido y celebrado, cuya caridad cristiana y la compasión que experimenta por los pobres es una constante y una realidad inmediata, más tangible que la autoridad de un lejano virrey o de un monarca peninsular.31 Las fiestas coloniales –por otro lado insuficientemente estudiadas– con su delimitación muy estricta del espacio social (lugares especiales reservados para los representantes de la nobleza y de la iglesia, para el cabildo y para los funcionarios reales, las corporaciones, etc., lo que a veces provoca querellas de precedencia y la multiplicidad de las normas y de los símbolos que revelan), tienen valor de ejemplo para la vida social y política del periodo barroco; las inversiones rituales propias de la cultura popular –celebradas muy a menudo fuera del medio urbano– lo confirman a contrario. En el momento de afirmar, durante las celebraciones públicas de carácter ostentatorio, el poder y el prestigio de la corona, sus principales vasallos ocupan un lugar de elección: la fiesta, ya sea civil o religiosa, tiene como virtud “honrar” a los participantes, y no exclusivamente a la persona a la que se rinde homenaje en la ocasión; de ahí su carácter ejemplar, incluso selectivo, que a veces presenta (exclusión, a semejanza de la “selección” practicada en las cofradías que participan en ellas o las organizan directamente, de las personas que se consagran al comercio y demás oficios “mecánicos”: en particular, hay que evitar la “confusión de clases”, en el sentido étnico del término); de ahí la existencia de cofradías “elitistas”, como la de Santa Catarina en la ciudad de México (fundada en 1536) o la de la Preciosa Sangre de Cristo (1605).
32La preponderancia de la apariencia (y la jerarquización de los participantes: las élites son el espectáculo...), propia del mundo hispánico por una parte, y de la sensibilidad barroca por la otra (y que se observa también en las “inversiones suntuosas” realizadas por los grandes aristócratas en iglesias, conventos y catedrales) sigue siendo sin embargo una constante entre las prácticas desarrolladas por la nobleza local durante las grandes celebraciones colectivas. Las fiestas son la ocasión por excelencia para poner en escena las evoluciones de las personas y las asociaciones de colores (mascaradas, alegorías, danzas); el mecenazgo ocupa también en ellas un lugar especial. La ambición y la energía de muchos representantes de las “élites principales” pueden canalizarse en la organización de dichas festividades. Éste fue el caso de Catalina Espinosa de los Monteros Híjar y Bracamontes, abuela de la condesa de Miravalle de quien hablamos antes, célebre en la ciudad de México por las fiestas que organizaba regularmente a fin de festejar a San Nicolás Obispo en la iglesia de las Mercedes, en la que además su familia disponía de una capilla privada.32
33En lo tocante a las formas “privadas” de devoción y a las representaciones a veces perfectamente oficializadas a las que dan lugar, hay que señalar asimismo las preferencias manifestadas por los aristócratas en favor de una u otra cofradía pero también de tal o cual establecimiento religioso. Éstos son por excelencia el centro de lo que llamamos “inversiones suntuarias” y no sólo de actividades caritativas o misioneras (realizadas en general a través de las obras pías): la iglesia de San Juan, edificada por el marqués de Rayas en Guanajuato; el colegio jesuita financiado por el de San Clemente; el convento de San Agustín, obra de la munificencia del conde de la Laguna (Zacatecas), sin olvidar la iglesia churrigueresca de Santa Prisca en Taxco, obra podría decirse de José de la Borda. Ya mencionamos las capillas privadas creadas en el interior mismo de las catedrales (ciudad de México, Zacatecas), sitios privilegiados para el reposo eterno de esos poderosos personajes, al igual que prestigiosos conventos como el de San Francisco (sobre todo la iglesia frecuentada por los terciarios), el del Carmen, el de Santo Domingo (capilla de Nuestra Señora del Rosario o de San Raimundo) y el de San Agustín, en diversas ciudades del virreinato. En la ciudad de México, la familia Fagoaga había elegido inhumar a sus difuntos en el convento del Carmen, práctica iniciada por el fundador de la dinastía, Francisco Fagoaga (en 1736). Los funerales de su viuda, Josefa Arozqueta, se transformaron en una celebración pública, con la participación de 114 religiosos...
34Más excepcional es la exigencia formulada por José María Valdivieso, marqués del Aguayo, en su testamento de 1828: si bien para el marqués es importante ser enterrado vestido con el hábito de san Francisco, velado en la capilla de San Raimundo del convento de Santo Domingo y luego sepultado en la de San Fernando en la ciudad de México, desea en cambio que la ceremonia se realice con la mayor simplicidad, hasta con discreción: “sin la más [leve] insinuación de pompa y absolutamente en secreto”. Sin embargo, este deseo (¿hay que atribuirlo a las dificultades económicas que enfrentaban entonces las más grandes familias aristócratas?) ya había sido expresado por la primera esposa del marqués, Teresa Sagarzurieta, en 1810: “sin concurrencia, pompa ni ostentación”. En cuanto al segundo conde de San Pedro del Álamo, José Francisco Valdivieso y Azlor, estipula que en esa ocasión habrán de respetarse las reglas prescritas por la orden de Calatrava, de la que era caballero. Asimismo se tendrían que evocar otras elecciones consignadas a este propósito en los testamentos, reveladoras de múltiples actitudes colectivas, así como los actos piadosos: tantas misas por la salvación del alma, hasta cinco mil, como fue la voluntad de Francisco Fagoaga, quien dispuso otras mil (cifra razonable conforme a la mayoría de los testamentos consultados) para la salvación del alma de parientes difuntos; por su parte, el conde de San Pedro del Álamo, José Francisco de Valdivieso y Azlor, decidió que se dirían dos mil misas (a un peso cada una) por la salvación de su alma (en 1850, Dolores Valdivieso, condesa del Álamo, exigirá seis mil misas en esas mismas condiciones, pero celebradas por padres pobres y de buena conducta); limosnas para hospitales e instituciones de caridad; donaciones destinadas a viudas y huérfanos (dotes) o, de manera totalmente diferente, beatificaciones o canonizaciones. Más razonable, Gertrudis de Lorca, marquesa de Aguayo, indicó en su testamento que deseaba ser enterrada con el hábito de Nuestra Señora del Carmen, en la iglesia de San Raimundo, situada en el convento de Santo Domingo en la ciudad de México. Lo mismo sucede con Pedro Ignacio Echevers Espinal Valdivieso y José María Valdivieso, ambos marqueses de Aguayo, quienes insisten en el papel que tuvieron los protectores, los “patronos” de la familia. En el capítulo de las donaciones figuraban, en su debido lugar, como sucedía con frecuencia a fines del siglo xviii, las mandas forzosas y otras donaciones incluyendo en lo sucesivo a la Virgen de Guadalupe, a la que se veneraba en una colegial situada entonces en los “alrededores” de la capital, así como a Gregorio López, a la madre María de Jesús Agreda, a don Juan de Palafox y Mendoza, a fray Sebastián de Aparicio y a fray Antonio Margil de Jesús.33
35Pero en el seno de las élites novohispanas se desarrollan antagonismos tanto como solidaridades (ciánicos, familiares y de redes). La definición plural de este grupo dominante, de estas élites locales, dista de resolverse al final del periodo colonial (empieza a darse una distinción entre élites económicas y élites intelectuales, apadrinadas por las primeras, como es el caso de la universidad de Guadalajara, donde encontramos como padrinos de estudiantes a grandes mineros-hacendados de Zacatecas, por ejemplo a Fermín de Apezechea), como lo indican dos textos con un propósito ideológico innegable y objetivos evidentes, que ofrecen, ambos, una visión contrastada del mundo americano. El primero es la Representación que hizo la ciudad de México al rey don Carlos III en 1771, sobre que los criollos deben ser preferidos a los europeos en la distribución de empleos y beneficios de estos reinos (obra del abogado José González de Castañeda, portavoz de la élite criolla, de los criollos de alcurnia de la ciudad de México). El segundo, igual de explícito en cuanto a la visión “superior” de su “clase” que ofrecen los firmantes (los grandes comerciantes peninsulares que habitan en aquélla), es un Informe del Real Tribunal del Consulado de México sobre la capacidad de los habitantes de la nueva España para nombrar representantes a las Cortes (1811).34
36Textos ambos que proceden desde luego de contextos muy diferentes, sin duda alguna opuestos en su propósito y sus reivindicaciones (provienen de dos sectores “privilegiados” que pretenden excluirse mutuamente) pero con una retórica similar. En el primer caso, de lo que se trata es de tener acceso a un poder al mismo tiempo civil y religioso y de consagrar así el poder económico que efectivamente detentan los criollos. En el segundo caso, el objetivo es desde luego oponerse a las pretensiones políticas antes expuestas y al proceso que podrían determinar, incluido, en resumidas cuentas, el nivel elemental que implicaría una representación formal de los “americanos” en las Cortes de Cádiz. Los dos grupos se presentan pues, por separado, como los únicos capaces de representar a la sociedad de la Nueva España y de garantizar su gobierno (aunque por el momento no hay que ver en ello un cuestionamiento del sistema colonial), basándose en argumentos que competen al mismo tiempo a la historia, al medio natural y a las condiciones culturales propias de la Nueva España, y por lo tanto al fundamento antropológico señalado. Rechazo del mestizaje (étnico: como factor degradante, de pérdida del honor, salvo en los primeros tiempos de la conquista; el mestizaje cultural, por el contrario, parece haberse vuelto una realidad vivida en lo cotidiano) y, elemento conexo y sistemáticamente puesto en evidencia, la afirmación de su nobleza (hidalguía): los criollos subrayan en la representación inicial mencionada que los primeros colonos eran originarios de las “Provincias más limpias de la Península” (motivo reiterativo de la limpieza de la sangre), ya que la mayoría pertenecían a la “nobleza de primera categoría”. Las leyes de la monarquía habían conferido, en fin, el estatuto de hijosdalgos a los españoles americanos descendientes precisamente de esos primeros conquistadores. Sus condiciones de existencia les permitían, por lo demás, desarrollar aptitudes y talentos naturales; sin embargo, rechazan toda implicación en actividades productivas, actitud sorprendente cuando recordamos la tendencia de las élites, incluso de las principales, tanto españolas como criollas, a participar en el funcionamiento de sus “empresas” (como los grandes mineros y comerciantes cuya “modernidad” permite a las familias implantarse a largo plazo), transformándose a veces en “capitanes de industria”; lo mismo sucede con sus descendientes, de los que se dice:35
...se crían y educan con todo el mismo esplendor, gozando de la delizadeza de las viandas, de el ornato de los vestidos, de la pompa y aparato de los criados y domésticos, de la sumptuosidad de los edificios, de lo exquisito de sus muebles, de lo rico de sus vajillas y de todo lo demás que sobre las reglas de la necesidad natural introduxo en el mundo la ostentación; ignoran lo que es trabajo corporal, se dedican los más a los estudios.
37En el mismo orden de ideas, se consagran a carreras honrosas, abrazan a menudo el estado eclesiástico, recibiendo de todas formas una educación esmerada, refinada; por consiguiente son capaces de asumir responsabilidades elevadas. La argumentación de sus detractores “peninsulares” de que el clima era un factor de flojera de carácter se presenta aquí como una explicación de la dulzura, de las buenas maneras, de todo aquello que convendría considerar como diplomacia. Tan nobles y viejos cristianos como sus detractores, se consideran sin embargo muy favorecidos por la educación recibida y las condiciones ambientales. Al contrario, los nobles españoles del Consulado no consienten en diferenciarlos del indio más que por su riqueza, su carrera, su lujo y sus maneras, que van hasta el refinamiento en el vicio. Pereza, hipocresía en materia de religión, tendencias al derroche y a la ostentación (que consumirían las herencias legadas por sus ascendientes peninsulares) hacen a los criollos incapaces de asumir el papel representativo reivindicado por los peninsulares. Vemos así que las élites criollas se definen esencialmente como españolas y no indias, en tanto que los “peninsulares” no ven en ellas más que mestizos más o menos distantes del indio. Como indica Alberro, “a partir de una concepción idéntica del indígena, las necesidades retóricas que se derivan de intereses políticos los llevan a bosquejar un retrato contradictorio del criollo, fundamento de las controversias de 1771 y de 1811”. Podríamos agregar que el aspecto exterior, por no decir la apariencia, tiene aquí un papel esencial. Reivindicando la misma herencia hispánica, los mismos valores y privilegios –vinculados sobre todo al ejercicio de un poder político-, los criollos y los peninsulares se muestran a la mirada del otro en un juego de espejos en el cual algunas facetas (conceptos) experimentan desde luego una evolución pero que inspirará numerosos debates y representaciones después de la toma del poder por parte de los criollos y la formación de una identidad nacional. Renunciando a los arquetipos iniciales, la mirada del español sobre sí mismo se fundamenta en lo esencial en la oposición naciente que se insinúa entre los españoles peninsulares y los criollos; el problema de la identidad de este último, de la afirmación de su conciencia y de su sensibilidad propias no se plantea verdaderamente hasta el siglo xviii a través de la devoción a la Virgen de Guadalupe.36
38Esta definición a contrario al mismo tiempo interna (peninsulares/ criollos, hacendados/comerciantes) conlleva sin embargo oposiciones cada vez menos marcadas a medida que se acerca el final del siglo xviii: se observa en efecto un verdadero dinamismo entre las élites principales, son ellas las que eligen el camino de la “modernidad” económica, a pesar de las rivalidades a menudo evocadas a propósito de los socios criollos y peninsulares emparentados de una u otra manera (matrimonio o compadrazgo), parte integrante de la imagen que les devuelven todos aquellos que aspiran al modelo aristocrático.
CONCLUSIONES
39La nobleza de la Nueva España logra sin duda alguna, a semejanza de la nobleza napolitana que nos sugirió estas reflexiones, elaborar un modelo cultural común a sus diferentes componentes, sujeto sin embargo a nuevas formulaciones a lo largo del periodo colonial. Si en la primera mitad del siglo xvi la nobleza napolitana había conseguido, a pesar de la existencia de facciones, “formular un código unitario”, un “modelo humanista-caballeresco” que conjuga “virtudes militares y virtudes curiales”, la coyuntura internacional contribuye a cuestionar su validez, haciendo que el debate político se reactivara entre un grupo de nobles relativamente “recientes”, muy fieles a España y a la autoridad del virrey, y la nobleza de seggio aferrada a sus prerrogativas políticas y territoriales.37
40Estos inesperados paralelismos encuentran un eco cierto en la Nueva España. La convergencia de los intereses de una nobleza creada y controlada por el gobierno madrileño y el estado español rebasa sin embargo por mucho las similitudes esencialmente de orden político observadas en Italia. El decreto real llamado de “consolidación de vales reales” (1804) pone desde luego a una buena parte de la nobleza a la defensiva: a título de ejemplo, sólo el marqués de Aguayo se encontró deudor de 462 409 pesos, los Fagoaga de 102 000 y el conde de la Casa Rul de 83 328 pesos; únicamente sus representantes más dinámicos desde el punto de vista económico logran salvar este escollo; pero en vísperas de la independencia la nobleza de la Nueva España presenta todavía una verdadera coherencia, que no es tanto de orden político o económico (cualesquiera que fueran las alianzas realizadas en estos campos) sino completamente de orden familiar.
41En cuanto al discurso, si él pasa también y siempre por una fase de reconstrucción de los orígenes “españoles” (incluyendo a la nobleza criolla, a los hidalgos o a los “titulados”), integra comportamientos innovadores que sin embargo no cuestionan –en lo que se refiere al periodo que nos interesa– el ideal monárquico y el equilibrio de los poderes y de los estatus. El problema de la fidelidad, que incluye su verdadero cuestionamiento y por consiguiente la modificación de las “representaciones” culturales y el aumento del sentimiento de identidad de la élite criolla, no se dará más que bajo la presión de los acontecimientos, en un cuestionamiento más concreto, al mismo tiempo individual y colectivo, en otras palabras durante el vacío constitucional que se produce en la península (invasión napoleónica), y después ante la insurrección popular y la guerra de independencia. Pero en el último tercio del siglo xviii el ejercicio de un poder político (cabildo) o económico (consulados de comercio) se vuelve sin duda alguna el pretexto y el motivo profundo de enfrentamientos de tipo ideológico y por ende de una mutación estructural sostenida por el lento desafío originado por las nuevas capas sociales: sin embargo, independientemente de la importancia de las innovaciones observadas en el campo económico, no se observa un cambio decisivo de las mentalidades (prevalece la continuidad en numerosos comportamientos), sino más bien su adaptación y un desliz imperceptible hacia nuevas señales, de las que en primera fila figura el dinero. En cuanto a la legitimidad de representar a la nación, ésta se volvió la apuesta principal y desde entonces orienta los términos del debate.38
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10.3406/ahess.1993.279179 :Notes de bas de page
1 Visceglia, 1993.
2 Véase a propósito de esta imagen, utilizada en un contexto diferente por Lévi-Strauss, del rechazo de las jerarquías explicativas (así como de la primacía de lo económico) y por consiguiente de la necesaria “redistribución” de los campos y objetos de la historia, el comentario de Alberto (1992a).
3 Aparte de las referencias relativas a la nobleza de Zacatecas y a ciertas obras. especializadas, este estudio se basará asimismo en documentos originales (testamentos) redactados por aristócratas presentes en Zacatecas pero cuyos vínculos con el norte del virreinato son aún más marcados (y no se estudian en nuestra obra), lo que permite en realidad tomar en cuenta la dimensión espacial de los clanes familiares. En este sentido, ofrece pues un complemento de información sobre las prácticas en uso en el seno de la nobleza norteña. Agradecemos aquí a Verónica Zarate Toscano por la ayuda brindada en la localización de dichos documentos.
4 Serrera Contreras, 1977, pp. 131ss; Ladd, 1976, p. 73. Sobre las primeras actividades del “capitán de frontera” y conquistador Francisco de Urdiñola, véase la síntesis muy útil de Vargas-Lobsinger, 1992, pp. 25ss.
5 Langue, 1992, pp. 244ss; Pitt-Rivers, 1983, p. 85; Mintz y Wolf, 1950. Para un estudio de las bases rituales del padrinazgo/compadrazgo y de sus consecuencias prácticas (incesto del tercer tipo), véase D’Onofrio, 1991. Archivo de Notarías (en lo sucesivo an), Joaquín Barrientos, núm. 85, 20 de enero de 1808, fols. 5-7v.
6 Véase nuestro trabajo Langue, 1991.
7 Klapisch-Zuber, 1990, pp. 76ss, a propósito de los “parientes, amigos y vecinos” de los aristócratas florentinos.
8 Couturier, 1992.
9 Lindley, 1987, p. 92.
10 Ibid.,p. 79.
11 Kicza, 1986, pp. 46-47.
12 Kicza, 1991, p. 79.
13 an, Andrés Delgado, núm. 26, 27 de abril de 1763, fols. 146-153: testamento de José Francisco de Valdivielso y Azlor, conde de San Pedro del Álamo; an, Antonio Alejo Mendoza, núm. 392, 31 de agosto de 1748, fols. 81v-88; poder para testar de Francisco Valdivielso, conde de San Pedro del Álamo y marqués de San Miguel del Aguayo; Ladd, 1976, pp. 55 y 79; Kicza, 1991, p. 80; Torales Pacheco, 1985 y 1991. Situación observada asimismo entre las grandes familias florentinas. Cf. Berlihr y Klapisch-Zubei, 1978; Klapisch-Zuber, 1990, introducción: “Écritures de famille, écriture de l’histoire”. A propósito de los vínculos –comerciales y otros-mantenidos y cuidadosamente conservados con la “Península”, véase Kicza, 1994.
14 Klapisch-Zuber, 1990, cap. III: “Parents, amis et voisins”, pp. 59ss; Pescador, 1992, pp. 227-229; Brading, 1975, passim.
15 Archivo Histórico de San Luis Potosí, Silvestre Suárez, 1794, fols. 118-216: fundación de los dos mayorazgos por Ana María de la Campa Cos, condesa de San Mateo Valparaíso y Miguel de Berrio y Zaldívar, marqués del Jaral de Berrio, San Luis Potosí, 24 de mayo de 1794; an, Andrés Delgado, núm. 206, 22 de enero de 1772, fols. 13v-16: poder para testar de Ana María de la Campa Cos, condesa de San Mateo Valparaíso; an, Francisco Madariaga, núm. 426, 5 de septiembre de 1839, fols. 760v-769: testamento de Juan Moncada, marqués de Jaral de Berrio; Tutino, 1983; Couturier, 1992, p. 333; an, Joaquín Barrientos, núm. 85, 11 de julio de 1799, fols. 226-228v: testamento de Ana Gertrudis Vidal de Loica; la marquesa del Aguayo nombra como ejecutor testamentario y tutor de sus hijos a su marido Pedro Ignacio Echevers Espinal Valdivieso y Azlor, marqués de San Miguel de Aguayo; an, Joaquín Barrientos, núm. 85, 10 de agosto de 1799, fols. 224v-226: testamento de María Joaquina de Valdivieso Sánchez de Tagle; an, García Romero, núm. 286, fols. 357v-363v, 20 de diciembre de 1828.
16 Retomamos la triple caracterización utilizada en la obra de Chaussinand-Nogaret, 1991.
17 Kicza, 1986, pp. 244ss.
18 En este punto, las estrategias de los grandes mineros parecen diferir un poco de las practicadas por los grandes comerciantes, mucho menos propensos –pero la naturaleza de sus actividades da cuenta de ello– a abandonar las actividades fundadoras de una fortuna y de un nivel social; véase Kicza, 1991, p. 77.
19 Idem (menciona sin embargo, y de manera bastante extraña, la conservación de minas en el patrimonio); Couturier, 1992, pp. 327-363.
20 Konetzke, 1953-1962, vol. 3, doc. 564, p. 825.
21 Bertrand, 1994b y 1994a.
22 Libro v, cap. vi, citado por Pescador (1992).
23 Pescador, 1992, pp. 233, 238 (comprende un estudio detallado del compadrazgo tal cual lo practicaban los Fagoaga).
24 Lindley, 1987, pp. 57ss; Couturiei, 1992, p. 334.
25 Lindley, ibid., pp. 88-89 y cap. iv: “Los efectos de la independencia”, pp. 126ss.
26 an, Joaquín Barrientos, núm. 85, 23 de julio de 1802, fols. 48-52.
27 an, Francisco del Valle, núm. 700, 24 de julio de 1736, fols. 168-172: poder para testar de María Josefa de Echevers y Azlor, marquesa de Aguayo y condesa de San Pedro del Álamo; an, Joaquín de Anzurez, núm. 22, 1 de diciembre de 1732, fols. 37v-42v: poder para testar de José de Azlor e Ignacia Joaquina Echevers, marquesa de Aguayo (establecido debido a una próxima visita a sus haciendas de la Nueva Vizcaya...); Vargas-Lobsinger, 1992, p. 59; Langue, 1992, pp. 200-201.
28 an, Andrés Delgado, núm. 206, 1 de julio de 1772, fols. 137v-143: testamento de José Francisco de Valdivieso y Azlor, segundo conde de San Pedro del Álamo.
29 Chaussinand-Nogaret, 1991, pp. 167-187.
30 Langue, 1992, pp. 231ss.
31 Sobre el ejercicio de la beneficencia actual (pero no carente de interés para el periodo que nos interesa) y la reputación que se le asocia como parte integrante de un sistema de “reciprocidades tácitas” fundadas en el honor y ...una clientela, véase Pitt-Rivers, 1983, p. 65.
32 Para una visión de conjunto de la fiesta barroca, aunque no exhaustiva, véase Gonzalbo Aizpuru, 1993. Para un ejemplo significativo de exclusión (del juego de pelota), cf. Viqueira, 1987, pp. 260ss, y Langue, 1992, cap. 8. Sobre el poder federativo de la imagen sobre todo durante las fiestas religiosas véase Gruzinski, 1990, p. 219. Para referencias más precisas pero esencialmente descriptivas de la arquitectura y la iconografía de los centros mineros del norte de la Nueva España (prácticamente no hay análisis del proceso histórico que presidió a esas realizaciones), cf. Bargellini, 1991, pp. 279ss, a propósito de La Asunción en Zacatecas (incluye ilustraciones). Couturier, op. cit., p. 331.
33 Pescador, 1992, p. 288; an, Joaquín Barrientos, núm. 85, 27 de junio de 1788 (sin foliar): testamento de José Manuel Valdivieso, conde del Álamo; an, Andrés Delgado Camargo, núm. 206, 27 de abril de 176.3, fols. 146-153, y 1 de julio de 1772, fols. 137v-143; testamento de José Francisco Valdivieso y Azlor, conde de San Pedro del Álamo; an, Joaquín Barrientos, núm. 85, 11 de julio de 1799, fols. 226-228v; testamento de Ana Gertrudis Vidal de Loica; an, García Romero, núm. 286, fols. 357v-363v, 20 de diciembre de 1828; an, Joaquín Barrientos, núm. 85, 29 de diciembre de 1810, testamento de Teresa Sagarzurieta; an, Joaquín Barrientos, núm. 85, 23 de julio de 1802, fols. 48-52; Joaquín Barrientos, núm. 85, 20 de enero de 1808, fols. 5-7v; an, Manuel Madariaga, núm. 431, 22 de mayo de 1850, fols. 47v-52: testamento de Dolores Valdivieso, “ex condesa” de San Pedro del Álamo.
34 Citados por Alberro, 1991, vol. 1, pp. 139-159.
35 La mayoría de las siguientes observaciones, así como la cita, fueron tomadas del artículo de Alberro, cit.
36 Véase sobre este punto Alberro, 1992, pp. 11, 27.
37 Visceglia, 1993, p. 850. La seductora expresión citada por el autor del “modelo humanista-caballeresco” fue tomada de Bentley, 1987.
38 Ladd, 1976, cuadro 20 y passim; Brading, 1991; Alberro, 1992, pp. 115-116, 121.
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